lunes, 24 de agosto de 2020
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martes, 11 de agosto de 2020
Jano
Jano
estaba convencido de que el mundo necesitaba una bomba de vez en cuando, una
especie de diluvio universal, un empezar de nuevo. Para acabar con tanta maldad
no bastaba con sus propios medios. El
cielo amaneció naranja y malva mientras recordaba a su madre. Había nubes en el
cielo. De pequeño él pensaba que ella era capaz de mandarlas hacia arriba,
soplando. Su madre era poderosa y amasaba el pan honestamente, sin prisa. Jano
miraba hacia arriba y las nubes le recordaban las rebanadas de pan blanco. Su
madre dejó un día de hablar, y ya nadie encendió el horno.
La
vida se acaba a cada rato, se dijo, y cada uno podemos vivir muchas vidas. Yo
no seré hoy un hombre manso. Mientras caminaba, con parte de la camisa fuera de
los pantalones, recordó esa sensación de tener la boca llena de polvo. Se iba a
casar con Rosalía. Nada les iba a faltar.
Dice
Rosa, que dice Isabel que Carmen le ha contado, que Jano iba por la calle
trastabillando, y que decía cosas que no se entendían, un minuto antes de que
embistiera a Rodrigo. Es este sol, dicen las mujeres, que miran al hombre, boca
abajo, inmóvil, este sol que nos fríe la cabeza. Rodrigo no se movió apenas: un
poco de trabajo en el pecho, solamente, y luego nada. Paco quedó en la esquina,
cerca de su casa, agitó las manos torpemente y cayó como un fardo.
Tres
días antes Rosalía había enviado una carta. Salió a echarla a escondidas,
apenas cien metros hasta el buzón, con el ruido de los pasos en las sienes.
Jano, que tiene toda la sangre en los ojos, descubrió una especie distinta de
valor en su navaja. Maniatado y consciente, conversa afable con un agente que
no puede creer que haya habido tanta rabia en ese temperamento vacuno. Un
hombre puede volverse una fiera y seguir mirándose en el espejo. Solamente es
necesario que aquello que él cree inaplazable esté al alcance de sus manos, que
se crea perdido, que se sienta depositario de la justicia de otro ser más
pequeño.
Lleva
la carta de Rosalía dentro de la camisa, pegada al pecho por el sudor. Mira a ambos
lados de la calle con ojos de comadreja, tiene un reproche para todos. Los
vecinos se retiran, vencidos por ellos mismos y Jano siente un sueño casi
inaplazable. Ya no queda nada que hacer. Rosalía y él son libres, al fin.