Nápoles
me ha parecido demasiado grande. Cada vez que vuelvo me parece más masificada,
más agotadora, más ruidosa. Los
muchachos que están en los bares riendo y bebiendo son siempre los mismos, y el
azul es delicado, y yo, querido mío, me he prometido no viajar sola nunca más.
Recuerda
la última vez que vinimos. Entonces éramos más, es la maldición de los años.
Cada día falta alguien. La semana pasada Jose, hoy ha sido Celeste, tan bonita
como siempre. Estaba un mundo de años sin pensar en ella. Pero hoy se ha ido y
ya no está, como resumen.
Ya me
dijiste que Nápoles no, que mejor algo más tranquilo, y yo te tengo que dar la
razón, porque ya no estoy para pelear por un taxi. La vida me ha ido apartando
de muchas cosas, entre ellas un taxi. Esperarlo, llamarlo. Prefiero caminar, ir
a todas partes pisando fuerte, fijándome en las paredes, o conduciendo un coche
alquilado cualquiera. Ya sabes que viajo con libros y muchos planes, pero que
al final siempre termino leyendo en cafés. Recuerdo lo decepcionado que estabas
aquellas primeras veces en las que no hubo apenas un cruce de palabras. Aún
creo a veces que fue porque soy mortalmente aburrida, que lo soy aunque me
digas que no me trate mal. Tan sólo soy realista y debería ir pensando en ser
también sincera, ahora que queda poco por ocultar. Me gustaría morir quedándome
dormida con uno de esos libros maravillosos que llevan las tapas de piel. Como
si pudiera viajar con sus letras. Parece que te escucho decir que entonces no
me lleve a Proust. Es, como dices, especialista en desmenuzar la nada mejor que
nadie. El tiempo perdido, decías, y se te escapaba una risa. Debería haberme
ido contigo a la montaña.
Me
traje una novela negra, cosas del trabajo, y un par de poemarios. Al segundo
día encontré una librería y me compré una edición horrorosa de Ana Karenina.
Busqué el final y ahí estabas. El hombre bueno, la trascendencia y el hijo. En
el bar de mi hotel ponen música de Coltrane y el camarero ya sabe cómo me gusta
el café. La moqueta está limpia y hay una señora que viaja sola y lee, como yo,
pero ella partituras de orquesta. Lleva entre manos la sinfonía del Nuevo Mundo
de Dvorak, se la ve emocionada, inmersa en el segundo tiempo. Tal vez sea la
música de su vida. Lleva unas piedras buenas en los pendientes y camina con
tristeza. Tiene el teléfono silenciado. La llaman y no contesta. Toma café
americano por las tardes y martini por la noche. Lleva unas gafas oscuras como
unas que tuve para pelear con las timideces y que no me salvaron de nada. Me
miro aún al espejo y veo aquel comentario de aquel señor al que todos admiraban
por su ingenio. Eres una impostora, nada más que eso. Y yo lloré mucho ese día.
Nunca haré nada que valga la pena, me dije muy flojito, casi para no
escucharme. Aquel señor era un artista reconocido y yo una aspirante. Otro
artista me dijo, borracho como una cuba, que nunca llegaría a ninguna parte.
Posiblemente haya muerto también, como el artista, como Jose, como Celeste, y
esté donde quiera que se halle diciendo mírala, lo sigue intentando, pobre
infeliz.
Ahora
Chet Baker. La señora de los pendientes verdes ha cerrado su partitura y
tararea My sweet Valentine. Una pasión así, un destello de genialidad
semejante. Toda la vida persiguiendo esa quimera de la creación. Buscar la voz
propia es un camino atormentado que se alivia en momentos como este en el que
llevo ya medio martini y me viene condenadamente grande, porque hay algo de
renuncia en mi cuerpo y a veces se me olvida que no tengo salud para esto, ni
me viene bien el azoramiento y la euforia entre extraños. Tengo un torbellino
de palabras que no sirve para nada, como una ráfaga de poniente que trae basura
por el aire y te alfiletea la cara para que te mueras de asco. El asco. Se me
olvidaba este efecto secundario de beber a deshoras, des-días, des-años. No
tengo excusa, llámame floja, que es medio martini y estoy pensando en dormir en
el bar, aquí sentada en esta butaca de capitoné que no me llega a los hombros
por detrás, por lo que, si me estás leyendo ahora, probablemente estaré con la
cabeza colgando bien hacia delante (muerte del loro), bien hacia atrás
(esguince cervical asegurado), y en unos días estaré en internet con un letrero
que ponga karen in process, o algo así. Cuando estoy contigo hago menos
estupideces.
¿Ves por
qué deberías haberme acompañado?
Hay
una luz amarilla y cálida. Entra a veces por la ventana, entre estas cortinas ligeras
que van y vienen como la vela de un barco. Proust hubiera dedicado al menos
diez páginas a describir esta calidez, esta armonía que no es nada, sólo un
instante congelado, un instante de paz en un universo bélico y feroz. Llegan
noticias inquietantes, el mundo arde y hay quien está alimentando ese odio. En
este bar parece que no ocurre nada. Tal vez por eso la gente los elige para
huir de sus conflictos. En este bar, querido mío, hay una atmósfera neutral y
amable, y todo parece estar bien entre personas de todas partes que conviven
sin ningún problema. Hace un momento entró un chico, sij. Llevaba el orgullo de
su kirpán sobresaliendo de un fajín de tela maravillosa, y en sus ojos, oscuros
y perfectos, no se apreciaba ni un ápice de hostilidad. Cedió el paso a un
señor más mayor que él, que pudiera ser alemán, holandés, qué sé yo… No tiene
la mayor importancia. Lo único relevante es el discurrir pausado de las horas,
entregadas, en mi caso a la observación, posiblemente estéril, de todo cuanto
me rodea.
El
mundo arde, dice una señora por teléfono en perfecto inglés. Arde, es
indudable. Hay un televisor colocado con discreción, casi avergonzado de su
existencia. El teletexto reproduce cifras de fallecidos, de destrucción,
estadísticas de la infamia que para unos es liberación y para otros, derecho de
conquista. Poco vale la vida cuando un cuerpo queda a merced del aire de la
tarde en una carretera perdida. Lo más parecido a un sepelio es la imagen fija
que acompaña al subtítulo, terzo mese, tercer mes. Hace ya tres meses. Aunque
acabara hoy el conflicto, serán al menos diez años más de guerra.
No
quiero ponerme triste. Es posible que recuerdes, o no, da lo mismo, que me propusieron
un trabajo cerca de casa. No cuajó, no había dinero. Si no hay dinero no es
trabajo, le dije a alguien que me aduló convenientemente al otro lado del
teléfono. Pues otra vez será, me contestó, en un alarde de ingenio. Sé que no habrá
próxima vez. Sabes que soy experta en bajarme de trenes en marcha, pero este ni
había salido de la estación. Qué vida esta, pendientes de los dineros, de las
querencias, de las amistades circunstanciales, que vienen a ser nada, o a
menos, nada que valga la pena. Cuando colgué miré la cuenta del banco. Aún no
debo dinero, pero estoy al borde del colapso. No te puedo engañar, a ti no. Me
siento algo mayor para vivir en el alambre. Me llegó un mensaje de Roger.
Tenemos que hablar. A saber qué quiere decir eso. Hablar de qué. Podría haberme
avanzado algo, pero me da en la nariz que no sabe cómo empezar esta
conversación. No puedo decirte el descanso que encontré al terminar cualquier
relación personal o profesional con él. Bueno, tú sí lo sabes. Vuelve ahora, a
intentar infiltrarse en mi vida con sus maneras de monja. Ya sé, tienes una tía
monja. Con sus maneras edulcoradas, con sus maneras opacas y cargantes. No,
Roger, no tenemos que hablar, le hubiera dicho, pero le dejé, como dicen los
jóvenes, en visto. No tengo nada que aportar a este tema, querido, no me
interesa nada de nada este tema, le hubiera dicho, pero ya me conoces, no me
adorna la simpatía precisamente. Así que Roger espera que le indulte
socialmente y yo espero no encontrármelo cuando vuelva por Alicante, que
Alicante es un pueblo grande donde todo se sabe. Hasta la vuelta de alguien tan
insignificante como yo.
No, no
sé cuándo vuelvo. Me está gustando esto. Una señora me ha dicho si le doy
clases de español. Es una huésped británica, encantadora, que viaja sola por
primera vez. Peter, su marido, murió hace tres años. Eso es lo que le dice a la
gente, pero en realidad Peter se fue con otra y ella le desea la muerte.
Entenderás por qué me cae tan bien mi nueva amiga inglesa, que se ha comprado
por medio de una inmobiliaria una casita minúscula en un secarral. Conozco la
zona y espero que ella también, porque en ese lugar no hay ni malas hierbas,
aunque pienso que será feliz donde vaya. Tampoco puedo decirte por qué, pero Marnie
es feliz de dentro a fuera, y eso es casi como tener una escalera de color en
este mundo de gente que nace con las cartas marcadas. Hemos quedado en vernos
en el bar y probar si el camarero sabe hacer un Cosmopolitan en condiciones,
que será lo menos importante, porque por bien ejecutada que esté la copa, el
efecto en mi cuerpo será infinitamente peor. Me río pensando en cuando estuve
aquella tarde con Leire y probamos a beber absenta. Qué temeridad. Nunca más,
nos hemos prometido. Y somos ambas mujeres de palabra.
Me
dijiste que iríamos a Cartagena, aún podemos hacerlo, si nuestras citas médicas
nos dejan un respiro. Ver las ruinas romanas y ese mar, incansable y vivo, que
recibe la vida con un abrazo. Las teselas, las piedras… Voy a ser una ruina
poco vistosa, estoy empezando a pensar, mientras veo a las parejas corriendo al
agua. Hay sin duda una edad en la que todo el cuerpo responde a un propósito
plástico, y todo es armónico y encaja con la idea misma de la felicidad, con la
energía, con la pasión. Fuimos esos y aún lo somos, llenos de ganas, ansiosos,
hambrientos de otra mañana brillante, de otro café, de otro día. Echo de menos
entrar en el agua corriendo, vencer la resistencia, sumergirme agotada,
buscarte como una boya y apenas enlazarte los brazos en el cuello para después flotar
tostándome, aunque sean sólo unos minutos, en los que soy como un alga
que serpentea prendida de un pie minúsculo sobre el fondo, para salir y secarme
al sol como las bolas de posidonia, para rodar con el impulso de una ola
pequeña que me lleva y me trae hasta el abandono. A veces nos hemos sentido
tentados de vivir lejos del mar y la sola idea nos ha entristecido. Qué
seríamos nosotros lejos de esta playa, de cualquier playa. Un mar, aunque sea
helado. Un mar tibio, un mar con mujeres de vestidos blancos… No me has
preguntado cuándo vuelvo, pero te lo digo ya. Pronto. Lejos de ti me ahogo.
Marnie se ríe, que conste. Le leo lo que te escribo y dice que hay algo
pasional y adolescente en mis letras. Marnie fue profesora de lengua, o eso
dice, y me reprocha falta de fuerza. Mas energía, me dice, mucho más energía.
Deberías conocerla.
Hoy
han encontrado a un muchacho con un disparo en una pierna. Nadie dice nada,
pero en la calle la sangre sigue tiñendo el asfalto. Es un recordatorio
continuo de otro Nápoles que no conozco. El chico ha sobrevivido, lo he leído
en la gaceta local, porque aquí nadie dice una palabra del asunto. Viví siendo estudiante en un barrio donde las mujeres andaban por la noche, y se escuchaban
gritos y malas palabras. Conviven muchas ciudades en una, muchos barrios,
muchas calles, de día, de noche, solapados, sin verse. La calle manchada de
sangre se parece a aquella calle donde también, a veces, había restos de un
navajazo en el suelo. Todas las sangres se parecen cuando las absorbe el suelo,
que anda siempre con una sed que espanta, que nunca tiene bastante. Aquí el
suelo está sediento y despide un calor bascoso y seco. Parece a ratos que no se
puede respirar. Esta mañana me ha ocurrido, mientras me latía una parte
indeterminada del cuerpo. Ahí no hay nada, me decía mi médico, y al final sí
había. Ese miedo, amor, ese miedo implacable que tiene ahora Lucía, que le seca
la boca y le encrespa los dedos. Sergio me llamó para decirme que estaba débil.
Cómo le quiere ella, con ese amor que es admiración y es consciencia del
tiempo, de los hijos, de esas flores de frutal que veo desde la ventana. Me
traje la nikon para usar el teleobjetivo, y parece que hay una tienda donde aún
revelan carretes. Tengo una foto de
Lucía en blanco y negro, con ese olor que tiene las fotos, a química y a
revelación. Está seria y dulce, como si esa foto fuera para Sergio. A ella no
le gusta demasiado tomarse fotos. Es tan bonita… echo de menos su voz y su
risa, y echo de menos su mundo siempre estético y cuajado de imágenes hermosas.
Los que viajamos poco viajamos con los demás, vivimos sus vidas, somos
partícipes de sus desafíos. En esa foto Lucía lleva un jersey de rayas
marineras. Al decirme tú esta mañana que ibas a salir en bicicleta os vi a los
dos por aquí cerca, tomándoos un vermut, esperándome. Habíamos hablado tantas
veces de ese día que para mí ya ha ocurrido. Me he sentido feliz al imaginar
ese momento en el que no habría nada sórdido ni triste: nada más unos viejos camaradas,
románticos y cínicos, perdidamente sentimentales.
Sergio
me escribe con su teléfono. Las personas tenemos una manera especial de
expresarnos. Sergio quiere que me sienta bien, y me da esperanzas, pero eso
precisamente es lo que me hunde. Tan bonita, tan dulce, tan inteligente. No
tengo palabras para expresar tanta tristeza. Por eso he querido venirme aquí a
recuperarme, para que tú descanses, a medio camino entre nuestra vida y la vida
que se escapa en habitaciones en las que dormitan nuestros amigos. Me da miedo
pensar que Sergio ya no me escriba, o que me llame para decirme algo que no
quiero escuchar. Esa llamada, esa llamada que es distinta y es igual. Esa
llamada que recueras toda la vida porque te falta el aire y la vida es peor,
más triste, más vacía. Más pobre.
Hay
una señora que se llama Sofía, su marido se pasa el día fuera, creyéndose un
conquistador. Lo tengo ahora donde quiero, dice ella, porque los dos somos muy
mayores y él no está para nada. Antes era un galán y ahora es un globo que yo
pincho cuando sube. Pero era muy guapo, me dice, y me enseña fotos de un señor
rubio con maneras de cantante melódico. No te espantes, que yo le quiero con
locura, pero es más un hijo que un marido, para qué vamos a engañarnos. Se
encoje de hombros y se ríe, acordándose de una de las muchas aventuras que él
tuvo. Aquella pobre pensó que se iba a divorciar… si es que las mujeres somos
tontas. O nos lo hacemos, le digo yo, por decir algo. Vuelve el galán y se van
juntos. Él le ha traído una flor y yo me he pedido otro café, con hielo, prego.
Mi cuerpo está acartonándose, volviéndose cada vez más leñoso, y absorbe
cualquier líquido con una avidez espantosa. Como si hubiera algo latente que a
veces estalla lejano, avisando de una catarsis, algo escondido bajo capas de
tripas y carne que sirve más bien para poco, Roger querido, Roger amigo, Roger
paciente. El hielo se va fundiendo lentamente: no soy consciente del calor que
me rodea. Estoy sumergida en un ambiente de nave espacial. El aire huele igual
a todas horas, tiene la misma temperatura, el sonido fluctúa tan solo un poco,
como imitando el oleaje, meciendo las quimeras de todos los que nos hemos
llegado hasta aquí, como barcos que nadie reclama, lleno el casco de lapas, abarloados,
y hasta cierto punto, felices. Es la soledad la que llena los bares, me
recordaba hace poco un amigo. Vine yo a este buscándola y no lo he conseguido.
Es tan fascinante la gente, tienen sus voces tantos colores, hay tantas
vivencias en ellos… Ya sé. Es la avidez del que flaquea por haber visto otra
vez el precipicio, y que le impulsa a alejarse un poco para sentirse libre,
para sentir el miedo de perder de vista la costa, para probarse una vez más,
como si en el miedo hubiera una gran prueba de vida, o alguna enseñanza. Ya sé
que tú crees que esto no es más que una fiebre que ha de pasar de largo y que me
dejará exhausta y con ganas de no repetir un desafío semejante. Pero necesitaba
volver a Nápoles, para como uno de esos barcos que vi esta mañana emprender la
vuelta siguiendo varios rumbos. Lo llaman derrota. La vuelta es una derrota si
no se tiene donde volver, y yo, querido mío, sólo puedo volver a ti, no sé ir a
otra parte. Nápoles es un puerto de paso.
Los días son puntos de paso entre verte y no verte, entre libro y libro, entre
un precipicio y el siguiente hasta que no haya más.
Espérame,
esta noche vuelvo a casa.