Mi
gato ha vuelto de hacer sus kilómetros nocturnos, lleno el pelaje de restos de
parietaria, de olor a casa ajena. Ha caminado describiendo círculos alrededor
de su casa que es la mía, buscando nada, pasando el tiempo.
Hace
unos días vi a un muchacho en un parque. Tenía unos pómulos bellísimos. Pensé
en dibujarle, si supiera, en fotografiar su rostro, si no fuera un pecado
mortal andar curioseando las caras de los desconocidos. Pensé en el gato al
verle allí, fumaba sin prisa un pitillo. Una mochila en el parterre, unas botas
de montaña. Era una ocasión feliz. Contrastaba nuestra indumentaria con la suya,
nuestra alegría con su indiferencia. Al volver estaba en el mismo sitio. Es
posible que también esta noche. O tal vez estuviera de paso. A estas horas
calienta el sol en esa plaza, y no hay donde resguardarse. Acaso si hubiera
césped y árboles podría ser como la raíz de un ficus, y unirse al tronco y a la
tierra, o ser una orquídea que sestea bajo un helecho. Mi gato huye del
asfalto, salta de madera en madera, de toldo en toldo. Mi gato es doméstico y
salvaje, vuelve a casa a comer y ronda nidos y jardines cuando se escapa porque
no hay forma humana de retenerle que no pase por una jaula. ¿Meterán al chico
de cabello rubio a una jaula también? ¿Le pondrán una multa dirigida al banco
del parque? ¿Le reclamarán sus escasas monedas en un ejercicio de autoridad?
Mi
gato moriría en una jaula, y hay quien tiene alma de gato, de gorrión, de nube.
Hay quien necesita una fuente de agua limpia y tener dónde resguardarse de lo
recio del sol y del frío, de lo hiriente de la realidad, de las cámaras
indiscretas. Si yo fuera gato o tuviera mi vida entre los setos no sé qué
necesitaría. Sé que una jaula no, una jaula nunca. Mejor unas botas curtidas,
para ir y venir, intentando, aunque no lo parezca, el camino a casa.