Todos
los días son domingo y todas las horas, la hora decisiva.
Este
domingo pesado, lleno de polen y avispas, recuerda a otros que fueron, y que
fueron olvidados por desidia. Porque el hombre es desidioso. Al hombre se le
secan las plantas y el gato le maúlla de hambre, y apenas se siente culpable
por los crímenes pequeños. A veces tampoco por los grandes: llamar a alguien
subnormal o maricón, desear la muerte al vecino, aparcar tapando una salida,
haciendo que una persona que va sobre ruedas tenga que jugarse una caída que a
veces ocurre. Cayó Fulano de su silla. Ya estaba mal, no es anda nuevo. Fulano
y sus huesos precarios no son de mucha importancia si se es joven y vibrante,
si se ha vuelto a las seis de estar toda la noche por ahí y se jalea y se grita
pidiendo un café cargado.
El
hombre es desidioso, eso es un hecho. Las plantas se nos secan, hasta las que
están a goteo, y forman hileras pardas de naturalezas muertas que dicen que
este o el otro tuvo algo mejor que hacer. Las cuadrillas de las urgencias han
pintado una señal en el suelo que reza un sotp inquietante. Pare, si le viene
bien, parece que ponga. Al rato es un stop expeditivo, todo en orden, circulen.
Los trabajadores fosforescentes se tuestan en horarios imposibles, enfundados
en poliéster, cumpliendo la normativa. La formalidad viene a imponerse, me dice
un vendedor de tomates. En su ánimo hay algo de orgullo y de protagonismo, como
si fuera el garante del orden, como si hubiera sido responsable de este giro
copernicano que me están predicando y que no veo, por más que me esfuerzo. No
creo que los cambios deban proceder de un manifiesto inflamado o de proscribir
los versos de un poeta. Soy geóloga de vocación y percibo erosión o voladura.
Pero ambas cosas no se producen igual, lo mismo me equivoco, porque también
tengo algo de artista, que es como ser gato callejero hambriento, como ser
pájaro que huye, como esas tórtolas insistentes que no aportan casi nada más
que cinco arrullos seguidos. La erosión viene por la desidia, esta es mi
teoría. Las cosas se desgastan poco a poco y se caen de pura vejez hasta que es
polvo o nada lo que queda. Mi vendedor de tomates predica su voladura
controlada, poniendo él los cartuchos ahí donde haya una grieta, formando esa
grieta si es preciso, hundiendo los explosivos en las entrañas de aquel que
anda dormido, porque un hombre dormido es fácil de fragmentar en trozos
irreconocibles de humanidad. A un hombre dormido se le engaña como a un niño, y
se le dan los pedazos en una bolsita como cuando te daban un cangrejo vivo para
que no incordiases. Dura la ilusión de unir los pedazos un tiempo, hasta que
llega el día en el que uno de ellos falta, y nadie se lo ha llevado. Da lo
mismo que sea un mostrador que un análisis de sangre, unos centímetros de acera
o un maestro para los hijos. Te han quitado un trocito y ya no eres un hombre
entero, un hombre con sus conquistas y sus derechos. Eres un hombre que tenía
algo y ya no lo tiene, y ese algo ha desaparecido sin fecha. En esto de ser un
hombre a falta de unas piezas, nunca falta un letrero escrito con letra
apresurada: vuelvo enseguida.
(Lo
suyo viene de Alemania, decían, hace ya un tiempo, cuando los plazos eran
indefinidos. No se puede saber cuándo llegará: estamos en agosto. No está el
encargado. No hay presupuesto. Falta un papel. Lo han recurrido. Cuando venga
el jefe le pregunto. Le mando un whatsapp en saberlo. Contáctenos por
formulario.)
Un
hombre incompleto sacude las piernas un poco, como si quisiera despertar de
nuevo, y vuelve al sueño casi sin ser consciente. Su organismo ha descubierto
que puede funcionar con menos, y se aplica a la labor de ahorrar energía. Puede
comer peor, puede pasar más calor, puede tardar más en llegar a los sitios,
puede tener a los hijos más horas solos, y los hijos pueden tener más años los
dientes torcidos, los libros antiguos, las gafas sin graduar. Los hijos crecen
en Etiopía y aquí también lo harán… ¡Lo han hecho siempre! ¿Acaso no crecimos
nosotros? ¿Acaso Ramón y Cajal tenía wifi? Son ganas de enredar, no se necesita
tanto. La felicidad es tener dinero para una caña, para ramonear en un centro
comercial, para ser como los que vemos en las pantallas que nos vigilan. Somos
diligentes y tenemos información. Nuestro teléfono es invocado tan a menudo que
parece un apéndice más de nuestro cuerpo. Y nos llega un goteo de historias que
son sólo curiosidades, y esas anécdotas sazonadas se convierten en motivo de
nuestras disputas mientras seguimos perdiendo pedazos. Pero es tan sabroso
sentirse informado, llegar a todas partes, sentir que somos partícipes de un
estado de opinión, que no podemos resistir activar una vez más la pantalla
donde aparecen unas vistas soberbias de la costa de Croacia. No pasa ni un
minuto y mi banco me ofrece un crédito. Su oportunidad ha llegado, me dicen,
sea libre para ellos. Un padre abraza a un hijo en un maravilloso blanco y
negro. Firme en menos de cinco minutos.
Haga
realidad su sueño.
Cierro
el anuncio y en cuestión de apenas diez minutos me llama una voz sibilante:
haga realidad su sueño, tiene un crédito preconcedido. Pruebo una posibilidad
de escape diciendo que es cuenta conjunta. Tampoco hace falta que su marido se
entere.
Me
gusta esta mujer que me susurra con maneras de embaucadora. Me parece que si
sigo dándole conversación nos iremos juntas con el cash que me tiene casi
aprobado. Es una voz untuosa que viene a sacarme del tedio. Todo lo que quiso
hacer, ¿no ha ido usted a Italia? No he ido a ninguna parte. Pues por eso, con
este dinero se puede comprar ropa para viajar y dos buenas maletas. Le cuelgo
porque lo siguiente es que quedemos en la esquina y nos larguemos sin despedirnos
de los que andan por aquí cumpliendo con sus obligaciones. Señora se fuga con
teleoperadora tras cobrar un crédito exprés. Me acabo de convertir en un faldón
de tele de media tarde.
Pasó
el orgullo y me acordé de todos los que se fueron a empezar de nuevo. A esos y
a esas les robaron más trozos que a los demás. Empezar de nuevo que era vivir
en peligro por un corazón clandestino, pero vivir al fin, conscientemente,
desprendiéndose de toda la mugre acumulada por ese chistar continuo que suena
dentro de la cabeza. Callar los pensamientos debe ser muy estresante, no poder
querer a quien tú quieras. No poder ser, simplemente, aunque no quieras a nadie,
aunque no quieras estar con nadie, aunque nadie lo sepa. En mi corazón mis
alumnos, un suicida, varios familiares y amigos. Todos ellos están conmigo y
caminan a mi lado mientras me revuelvo, como si alguien me cogiera de la manga
para no dejarme correr. Me enseñaron a ver cuándo alguien no deja vivir a otro.
Esas personas que maritirizan a los demás sin motivo se revelan ante mí
nítidamente. Son los que miraron mal a los míos, los que les insultaron, los
que tropezaron con ellos o dejaron de servirles en un bar. Son los que vienen a
volar los cimientos de la igualdad que lucha por imponerse, porque la igualdad
nunca llega suavemente, la igualdad es una pelea constante que se reaviva cada
día. Hay que desconfiar en estos días de los que digan que ya no hay que luchar
por los derechos. Eso no va a ocurrir nunca, y más vale que vayamos siendo conscientes
de que los que nacieron abajo, los que están abajo por linaje y porque nacieron
con las cartas marcadas, son vistos como prescindibles, y que muchas veces
necesitan de los que andamos más boyantes. Al fin y al cabo esa es una de las
razones de estar en el mundo, servir para algo, para alguien, ponerse a
disposición de los demás.
Ese
hombre que arrastra su humanidad en una bolsa, sin saber cuántos trozos le
faltan, ha decidido escuchar al que le ofrece vivir como si fuera lo mismo
tener o no su cuerpo completo. Este hombre que es receptivo al veneno de las
serpientes, cree que su salud es de hierro, que su arrojo le hace solvente, que
no hay nada ni nadie que pueda amenazar su bienestar si se actúa con
contundencia. Cree que debe pagar menos impuestos y que hay que invertir en
autopistas por las que nunca va a rodar, porque no le da su sueldo para
festejos. Eso sí, si cambian los dirigentes, si hay personas menos melindrosas
al frente, las personas como él recibirán el reconocimiento que les hace falta
para coinvertirse en pilares de su comunidad. No es hora para tibios, se dicen
los que han despertado con ese sonsonete que les agrada tanto y que cuaja de
embustes una mitología que yo, personalmente guardo en varios libros con
títulos bien rimbombantes. Todos ellos dicen que merecemos más y que nos han
robado la cartera los de siempre: los pobres, los muy pobres y los rojos,
abogados de todas las causas que van en contra de la moral y las buenas
costumbres, entendiendo que dentro de éstas no entra ni comer ni tener casa. La
casa para el que la pueda hipotecar, la comida, para el que pueda ir al
dentista. Los libros para el que le guste leer, que soy yo más de series, me
decía una criatura que va escorando lentamente al lado oscuro de la fuerza. Es
curioso, en verdad os digo, ver a un niño que no deja de ser un niño. Un niño
con cincuenta y tantos, un niño de promoción, un niño que te quiere explicar
que ha oído que la cosa está muy mal por la agenda 2030, pero que no se ha
leído al respecto más que un par de refritos que carecen de autoría. Hemos
vuelto, eso parece, de nuevo a la tradición oral, y habrá que guerrear por las
mujeres, acaparar las ovejas y contar historias terribles que sirvan de cultura
y advertencia. Mi paciencia llegó a su límite, el día que una persona que yo
creía sensata, me dijo que el arn mensajero nos iba a amargar la vida. Con los
años he aprendido a poner cara de asombro y esta persona me dijo que nunca se
había visto eso. Parece ser que era mensajero porque iba camino de Sebastopol
en un caballo incansable hasta que le cogieron los tártaros. No le disuadí,
pero creí conveniente apuntar, en la lista de las cosas que a nadie interesa,
que hay que ampliar un poquito el tema de la célula, para que no creamos que
una célula es como una bolsa de plástico donde llega un jinete con un ucase entre
la guerrera y la camisa y la vida del planeta tose con verdadero trabajo
respiratorio. La célula es la ciencia, y la ciencia y su método es una
oportunidad para poner en duda cuanto sabemos, lo que somos y lo que podemos
explorar. El acientifismo es un dolor crónico que a fuerza de ser soportable
empieza a ignorarse. Sin embargo hay que arrancarlo como una mala hierba, con
esa eficacia con la que se llevan las cuadrillas municipales de las ciudades
los árboles viejos dejando huérfano el alcorque, sustituyéndolo por ladrillitos
y ocurrencias que ya no pueden cobijar los bancos donde los viejos antes
tomaban la sombra. Ahora todo es sol, como esa parte del tendido que dicen es
más condescendiente con la falta de arte. Será que nos preparamos, en lo
estético también, para tragar sapos de todo tamaño. Va a ser esa la razón por
lo que lo feo y lo hortera se extiende y se revalida en los comicios que dan a
los alcaldes varas que no sueltan por si acaso alguien tiene intención de
blandirlas sobre ellos. Las ciudades son menos amables, y las hormigas que
corretean por ellas no se han parado a pensar que lo feo y lo malo se dan la
mano, que pasear por esta o aquella esquina es gloria o ruina de una zona que
se determina sobre plano. Van demasiado deprisa, pendientes de sobrevivir,
huyendo del calor y las basuras, de las ratas, de la propia
vida que se vuelve más hostil cuanto más lejos de casa. Vivo, como dice mi
querido Luismi, en el Levante feliz, y el clima es benévolo hasta que arrecia el
calor. Está el aire irrespirable porque ha cambiado y no viene del sur,
sino del pasado. Llegaron riéndose de todo, exhibiendo su lejanía con la
cultura, censurando, despreciándonos a nosotras especialmente, porque ya no
somos aquellas cuya única misión era ser servidoras (para servir a Dios y a
usted). Aún así, puedo decir que en este metro cuadrado la vida es agradable y
sencilla, salvo que seas homosexual o comunista, o negro, o árabe o gitano. O
pobre en cualquiera de sus formas. O hayas tenido problemas mentales, o tengas
un hijo con discapacidad, o la discapacidad la tengas tú mismo y tengas que
esquivar todo tipo de barreras que siembran las calles como se siembran las
minas antipersona, sin escatimar en gastos, sin dejar un palmo limpio. El clima
es amable y la gente lo mismo, y el mar sólo es bravo en ocasiones. Esto no es
el Cantábrico. El agua está más caliente y el aire en verano huele a pólvora y
a Castrol. La libertad de enroscar, de incendiar, de sentirse dueño del mundo
con una tormenta de emociones.
Invocar
a Zweig en estos días nos da un aura de suicidas con conciencia. Hay que leer
de manera incansable. ¿Acaso toda esta miseria no es sino haber estado lejos de
lo que el conocimiento dice, de cualquier visión crítica? Me gusta decir a los chiquillos que saber es
como cavar un pozo en el que sólo el agua profunda sale verdaderamente limpia.
Hay quien bebe agua turbia por sólo cavar un poco. Hay quien ahonda sin
descanso, porque debe haber algo mejor,
porque siempre hay más y más abajo. Los campos de conocimiento no pueden
simplificarse tanto como para que cualquiera los domine. Por eso mismo creer
que lo que te dan resumido en un minuto equivale al trabajo de una vida es tan
falso como ingenuo. Creer no es pensar, escuchar no es entender. No hay saber
sin reflexión, y ésta no existe sin una formación adecuada. A un niño se le
entrega el conocimiento que se ha comprobado mil veces. A un adulto debería
tratársele igual. Pero qué sería de los argumentarios y del que los escribe.
Qué sería de los oportunistas, comunicadores y demás patulea mediática, más
pendiente de los efectos especiales que del verdadero significado de las cosas.
Qué sería de esta vanidad sobrevenida de convertirse en una influencia para
otros, cuando la importancia se mide en dinero y en una fama que se consume
como una bengala sin que nadie la recuerde pasado un tiempo.
La
inmediatez nos mata, nos hace débiles, nos obliga a saltar antes de tiempo. Y
de este modo se fabrican las noticias alarmantes, los titulares escandalosos,
todo lo que mueve a la curiosidad. Nunca ha estado tan difusa la frontera entre
informarse y husmear. Basta con que algo
nos suene para que se le de carta de naturaleza. Basta con que alguien a quien consideramos
simpático nos regale su reflexión. Quien la patrocine es indiferente, porque
eso sí, cada opinión lleva tras de sí la huella del sponsor, que suena más
profesional que padrino, tal vez esto último más ajustado. Padrino es el que se
compromete en el bautismo a hacer de padre espiritual, a falta del propio. Y de
este modo nos sentimos ligados a la opinión de personas que sirven a intereses
divergentes a los nuestros. Cualquier empresario de fuste, de esos que tienen
dinero aquí y allá, que fabrica y compra aquí o allá nos dirá, llegado al caso,
que le hiere ver cómo la nación se desintegra. Este discurso es trasversal y
muy versátil, porque no se puede desmontar.
Los argumentos sentimentales alimentan las pasiones y las militancias, no tanto
así a las personas que han de ir, ordenadamente, orgullosamente a votar, como
dice Antonio, en defensa propia. Vivimos en la base de una gravera; la cima
está mucho más lejos de lo que cuenta la fábula del emprendimiento, y la
estructura del ascensor es más parecida a una cucaña que a una escalera. Tengamos
claro al votar que las clases sociales son impermeables y que oponen una
resistencia sistemática a la asimilación de elementos externos. Que ser rico se
hereda, y ser pobre también.
Si
eres mujer, vota.
Si
crees que tus derechos peligran, vota.
Si
sabes positivamente que tu existencia les ofende, vota, por Dior.
(Ya sé.
Mucho texto.)