Antes
de que los niños salvajes preguntaran por ella, hubo un silencio amargo que duró al menos dos
días. Dos días son mucho o poco, no puede saberse si el tiempo es largo o corto
en el corazón de otro. El corazón de Amara estaba atribulado y cuando eso ocurre sólo se encuentra alivio en socorrer a un ser más pequeño; quiso la suerte que fuera un gato arisco
que estaba herido bajo un montón de leña. Un gato herido es un animal salvaje
que quiere ser salvado y atacar al que se le acerca. Un gato arisco es un
corazón que espera sin término y sin esperanza. Amara quería salvarlo, pero tocarlo
era hacerle más daño. Es digno morir por la propia mano. Vale para un guerrero
japonés y para un ente pequeño que apenas importa. Exhalar el último aire iguala
a las criaturas; la muerte castiga y alivia a los que esperan algo más que la
nada que sucede a ese paso traslúcido que lleva a ninguna parte.
Antes,
mucho antes, Amara paseaba buscando una respuesta. A veces el aire agita los
visillos como dejando entrar un alma. Amara pensaba que lo mismo no era un alma
entrando sino escapando. Si ella fuera un alma, libre al fin del peso de su
cuerpo, intentaría salir por las ventanas y fundirse con ese aire que eriza la
piel. Seguramente alguna vez les ocurrió y pensaron que era la tormenta que
venía desde el norte. Seguramente alguna vez les ocurrió y supieron que alguien
les llamaba, y su interior se encogió por lo perdido, por todo ese tiempo
perdido. En las miserias de la vida no cabe una mayor que perder los instantes en
naderías. Las necedades que tienen que ver con las apariencias pudren el alma
de las personas y las descomponen deprisa, como un fruto en el que se debaten
los gusanos. Esas necedades dejan a muchas personas fuera de nuestras horas, y
esos momentos que no ocurrieron aplastan la decencia que queda en los cuerpos
que se van ajando sin remedio. Cuando un niño vive en el cuerpo de un adulto
hay un brillo en los ojos, un destello que no se apaga. Cuando somos mezquinos
el niño se marcha llevándose con él su memoria, de tal modo que hay hombres en
los que sólo vive el día presente. Vidas como cerillas, que queman pero no calientan.
Se pregunta Amara si el alma de los indecentes vaga también entre los visillos,
y cree discurrir que no, porque volar es un acto libre y no hay nada que
encadene más que los dineros. Cree Amara que si el alma del codicioso contiene
algo de consciencia, ésta será también esclava de su debilidad, y perseguirá
sin tregua aquello que le hizo feliz en vida. Imagina Amara una voz aguda que
se apaga poco a poco, una voz apenas audible que reclama su servidumbre, sus
lealtades, todo el oropel que tardó una vida en cosechar.
-¿Murió
el gato?
-Aún
resiste.
El
gato resiste pertrechado tras los restos del verano. Amara se acuesta en el
suelo para mirarse en sus ojos que son como agua limpia. Aquí no ha habido un
agua que pueda beberse desde la memoria del más viejo. Aquí hay lodo y
mosquitos, y cuando llueve van los animales a tomar lo que escurre del tejado. El
resto del tiempo tienen la ilusión de la abundancia repartida a horas fijas, como
si fueran camino de la tierra prometida, y reclaman con gulusmería aquello que
creen que ha de aparecer con los pasos del ama, que agita la bolsa del pienso
como si estuviera llamando a los pollitos con un saquito de arroz. El ama
elogia el talento de todos los bichos, los deja vivir con desahogo en el huerto,
salvo que una araña se parezca a una rinconera, o una avispa intente anidar entre
los tablones cuajados de carcoma.
Pasan
unos chiquillos por la calle. Miran a Amara con curiosidad. Serán sus zapatos
amarillos. Será ese pelo indomable. Los niños de ahora parecen recién peinados
a todas horas, no parecen hijos de aquellos chiquillos mugrientos que llevaban
el pijama de felpa debajo de la ropa. No hay que lavarse mucho, se estropea la
piel con eso, es querer aparentar, decían aquellas madres que esperaban al
sábado para meterles en un barreño. Parece mentira, piensa Amara, que sean
hijos de aquellas bestias que me tiraban del pelo. Las bestias crecen y se
reproducen, como en una maldición, y llenan el mundo de niños hermosos y
perfectos que también tiran del pelo. Amara los ha visto grabarse unos a otros
con esos teléfonos que tienen todos. Cree que le han hecho alguna foto. Le
gritan muy cerca y corren, y su cerebro es como si explotase. Loooooca, y una
palmada muy cerca de los oídos. Ha sido esta vez una niña. Sus amigas la
esperan en la esquina, riendo a carcajadas. Amara intenta contestar y la ahogan
más gritos, muchos más, y no oye nada porque todo es denso como un engrudo,
hasta el aire que entra en su pecho, sibilante, cortando como una navaja.
El
gato arisco renquea sobre la pata derecha, y come con resignación porque vive y
el que vive come, y el que come vive irremediablemente, aunque sea cojo, aunque
sea amargado y deforme. Lo cogieron entre dos puertas y se quebró como una
rama, y entonces le dejaron correr hasta el huerto donde apareció la mañana
antes de la lluvia. Los niños que le atraparon eran dos niños hermosos y
elocuentes con el alma reducida a carbones. Sintieron un gozo retorcido en el
aullido del animal, en sus espasmos y en su huida. Hoy, un animalillo, mañana un
niño pequeño, pasado los propios padres, que obligan y reprenden. La felicidad
es una empresa que hay que acometer cuanto antes. Que se escapara el gato sin
poderle colgar del tejo fue un contratiempo, no cabe duda. Pero para eso están
el resto de bichos, a un paso de la gloria de ser eternos.
Amara
observa al gato, con la cara pegada al suelo, y el animal parpadea. No parece
que vaya a salir, pero ha dejado de bufar, y eso ya es algo. El pelaje
interrumpido llama a la curiosidad y sin reparar en ello termina acariciando
con las puntas de los dedos el terciopelo gris, finísimo, que transmite un
temblor que brota del interior del cuerpecillo maltrecho y agradecido.
Los
niños retorcidos que recuerda eran como los de ahora, pero más sucios. Ahora
los niños relucen a todas horas, y llevan la ropa planchada y presentable. Aquellas
almas negras que la esperaban por la calle hoy son personas de bien, y tienen
más hijos siniestros que atormentan gatos y chiquillas. La gorda, la tonta, la
fea. Vaca, ballena, monstruo. Amara reconoce los gestos y las palabras de
aquellos en estos que son ahora, porque la gente pasa y el mal queda, como una
nube de rocío que empaña los cristales de los coches.
Quisieron
echarla a uno, corrió. Se escapó por un instante, como por un instante ha
vivido la gata gris. Nadie sabe aún por qué se muere súbitamente; nadie sabe
tampoco por qué se muere constantemente y no se termina de volar. Quiere volar
Amara. Ser como una paloma que arrulla, que se queda a dormir en un árbol. Que
escapa de esas manos golosas que no pertenecen a nadie porque son de todos los
que estaban allí, y ella aunque lo intentó, no pudo volar, ni trepar, los ojos
abiertos, fijos en la copa del ficus, ojos que oyen porque no ven, ojos que
huelen y saben. Ojos de loca, dijeron los niños voraces cuando ella fue
diciendo sus nombres fija la vista en el techo, en una grieta del techo, y
dijeron que ella. Que ella.
Una
paloma. Un gato. Una mujer loca. Un ficus. Una cuerda. Unos muchachos. Una vida
anclada en una grieta. Una rama que no aguanta. Está loca, siempre lo estuvo. La
vergüenza, las mentiras y el perdón. La justicia de los normales, los
corrillos, las venganzas. Maldita loca, que hunde las buenas familias, que habla
lo que no debe, que odia a nuestros hijos, que deberían haber acertado, que
delira y es peligrosa, porque es extraña, porque existe, porque podría ser como
aquel gato gris que aplastamos en la puerta y sin embargo vive.
Vive a
pesar de todo.