jueves, 11 de diciembre de 2014

Vacaciones



Aquel primer día, al bajar del coche alguien me dijo:

-Ahora ya puedes correr.

Y corrí hasta que noté algo pegajoso en la cara. Me miré al espejo y vi que un polvo amarillo me manchaba las mejillas:

-Es polen, me dijeron.

El polen era un material desconocido. Sí que es cierto que al poner los pies en la vega por primera vez noté que el aire era como un recital de notas dulces y que algo flotaba en él, algo que se me pegaba a la piel y a los ojos y que hasta entonces no había tenido significado, solamente definición. El polen se adueñó de mis sentidos aquella tarde de finales de agosto en la que me zambullí debajo de los frutales en un mar de hojas secas, fruta madura y mariposas.

Debajo de un árbol –que más tarde supe que era un peral- emergía de la tierra una quijada blanca y bíblica que me horrorizó, y que supe más tarde que  perteneció seguramente a un perro de la casa. Mientras llegaba hasta ella, un hilo de seda elástico e invisible me quedó prendido en la cara. Las arañas había tomado posesión de los naranjos que llevaban más de un año sin que nadie los escardase, y en aquella naturaleza salvaje, las tejedoras tenían caza abundante. Una vez repuesta del susto de haber visto al depredador a unos centímetros por sorpresa, desde lejos aprecié sus hilos avisadores, sus marañas aparentemente desordenadas, sus presas pendiendo de la nada, envueltas en pequeñas mortajas tejidas con maestría para asegurar la continuidad de la vida. Era eso lo que noté junto con el polen: la vida. La vida bullía debajo de cada piedra, debajo de cada rama seca, dentro de ellas. Desde las lombrices sinuosas hasta la repugnancia de la carcoma, blanda y blanca, ajena al mundo en su raca raca continuo, todo estaba vivo. Bullían los gusanitos en la fruta madura, legiones de hormigas arrastraban provisiones a la colonia... Del más pequeño al más grande, del llamativo al mimético todo era un ir y venir de pequeños entes, cada cual con su plan evolutivo, con su afán desde hace cientos, miles de años. No había un solo lugar que no estuviese habitado por un ser que había sido creado para dar lugar a otro y a otro, en una cadena trófica que entonces acababa en el gato cenizoso y ladrón que se acostaba en la estiba de la entrada. Aquel gato tenía debilidad por las moscas muertas y los melocotones. Conforme caían unas y otros enarcaba a espalda y salía como un tigre de Bengala a   cobrarse una pieza inerte, que se llevaba con toda la elegancia posible en cada caso, relamiéndose las zarpas una y otra vez tras acabar el banquete, estirando las patas delanteras para probar sus uñas de cazador atípico en el tronco de la morera, arsenal sin fin de arcos y flechas que eran empleadas para espantar hermanos menores y ranas incautas que sesteaban sobre el barrizal, esperando a la mosca y al mosquito, parpadeando con parsimonia, estirando su lengua para atrapar de forma eficiente el sustento. Tras unas horas de observación me dí cuenta de que cerraban los ojos para tragar, como cuando a un niño se le hace bola la carne, y que cantaban durante horas si no te acercabas demasiado. Una culebra apareció para comerse una de ellas hasta que un chiquillo clavó la cabeza del reptil en el barro de una pedrada. Las serpientes eran el mismo demonio reencarnado y había que matarlas porque si no traerían la desgracia que llegaba anunciada por el aullido del perro que estaba solo o dolorido. Todas aquellas creencias estaban impregnando el aire cuando llegué, forastera y despistada a un lugar mágico donde la miel brotaba en las higueras maduras de tronco castigado, en las que anidaban pájaros que picoteaban, golosos, los mejores frutos. Los gorriones bebieron en un charco delante de mis pies sin inmutarse, picotearon unas migas de pan, unos granos del huerto, descollaron un plantel, en el que unos brotes tiernos fueron el festín improvisado de aquella horda de visitantes que llenaron el patio en un instante para salir volando después en tromba, dejando el silencio un segundo en el que el agua llegó a mi corazón para quedarse. El pozo ocupaba un lugar central y en él, el cubo de zinc, la cuerda de cáñamo, áspera como las manos de los viejos, sacaba del barro un agua tan limpia y fresca como pueda imaginarse. Vaciaron el pozo para limpiarlo y en el fondo, el cieno en el que apareció misteriosamente un reloj parado que no era de nadie, una cuchara de alpaca que nadie quería. Se limpió y al momento el agua volvió a tomar su nivel y los hombres que lo habían secado se lavaron allí mismo y bebieron vino después de cobrar. Bebieron sin pudor delante de mí, regordeta, colorada, extraña. Contaron historias de otras ocasiones en las que alguien había quedado atrapado en un aljibe, o había enfermado tras beber el agua infectada; me explicaron con oficio por qué se tamizaba el agua y creí morir de asco; me enseñaron la fauna que habitaba en el agua, los insectos que picaban y mordían y me indicaron unos panales de avispas recién hechos con pasta de papel que ellas mismas elaboraban masticando minúsculas porciones de madera. En menos de tres días di cuenta de cómo era el aguijón de una de ellas. Al escuchar mis gritos alguien se apresuró a embadurnarme el bracito con barro, que llevé con mucho cuidado durante lo que quedó de día. Había avispas rojas y negras, esas eran imponentes y a esas les tuve más miedo de manera inmediata. El gato también las cazaba con oficio y se las comía haciendo crujir su cuerpo entre los dientes. Nunca supe si le picaron. Era un animal extraño, que dormía sobre el perro y no arañaba a los niños. Tenía el pelaje rayado en tonos grises, la nariz roja, los ojos verdes. Me miraba sin parpadear y yo a él. Alguien me dijo que si lo hacía durante mucho rato podríamos comunicarnos y uno de nosotros al fin desistió. Paseando llegué a una especie de  canal donde un hombre intentaba arrancar algo. Esa escena épica de ver sacar las tablas del portillo, esa cascada de agua fresca que salía entre las maderas y lo anegaba todo sonaba de una manera desconocida, y el aire de aquellas vacaciones fue dulce y cristalino, feliz y árido como las motas a donde no llegaba la humedad, donde la cola de caballo tapizaba los acopios irregulares de tierra que esperaban que llegase el progreso, y en los que hubo una madriguera de una liebre que atraparon los chicos y que corría frenéticamente por el techo de las jaulas hasta que alguien le dejó la puerta abierta y se fue para no volver.  Al lado de ese agujero que quedó vacío descubrí un rosal blanco, fragante, cuyas flores dejaban sus pétalos sobre el suelo. Al pasar junto a él me enganché la ropa, y al liberarme quedé prendida en un naranjo desordenado. Salí corriendo azorada, con los brazos arañados. El rosal estaba vivo, también el árbol, todo vivía en aquel jardín donde llegué sin querer una tarde en la que los vecinos me preguntaban entre otros cientos de cuestiones si me gustaba mi casa. Una niña famélica se me acercó y me dio un pellizco  sin mediar palabra, mordiéndose el labio inferior, como para hacer más fuerza. Me pareció una especie de fiera y me sentí larva, hormiga, menuda, vulnerable. Me quedé un tiempo indeterminado mirando el agua de la acequia que llevaba islotes de vegetación suspendida que sobrevolaban las libélulas y pensé en las anguilas que estaban en la esquina de la bóveda, por donde penetraba un  chorro de agua limpia de la otra azarbe, en cómo boqueaban cuando las pescaban, en todos los que estábamos allí al mismo tiempo pensando cada cual en lo suyo, y quise averiguar qué pasaba por la cabeza de cada uno de los que miraba agonizar al animal, fijándome en la expresión de indiferencia de sus caras, como si aquellas pieles curtidas contuvieran en su frialdad un secreto novelesco y vergonzante que no era más que costumbre. Fijándome mucho  a veces logré encontrar el por qué de algunas cosas, y casi siempre me equivoqué al intentar leer en los surcos de las caras.
Aquel agosto pesado tuve la certeza de haber encontrado la vida debajo de cada piedra, en el aire, en el agua. Azul, marrón y verde. Rosa de cielo, rojo de atardecer, cascabeles de agua, cigarras, grillos y pavos reales. Cada lugar era mágico, cada árbol me invitaba a pasar mi mano por su tronco. El descubrimiento de aquellas primeras horas perdura en cada momento en el que  salgo y encuentro algo de aquel paisaje virgen de mujeres embozadas y hombres cavando la tierra, en cada puñado de esa tierra que es como aquella donde a veces, encontré un fósil de un bivalvo gigante y me paré como aquellos hombres enigmáticos, con idéntica expresión, en el mismo lugar, con aquella  fascinación que llevaba a especular cómo había sido el que en otro momento había estado también allí, embriagado de las gamas de marrones que iban cambiando a medida que entraba el agua por las compuertas...



Felices fiestas 



5 comentarios:

  1. Estoy desolado; una descripción tan prolija de vertebrados e invertebrados y nadie se acuerda de nosotras, las maltratadas por la historia, las humildes y cantarinas cigarras.

    Angélica, tú no escribes cuentos, empiezas novelas...

    Felices fiestas, que los niños de San Ildefonso nos sean propicios.

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    1. Mil perdones por el olvido y sí, que la fuerza nos acompañe para ver el numerito del cava #onemoretime
      Feliz todo, tigre ;-)

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  2. Qué belleza...que bien relatas...como dice Fermín siempre comienzas novelas..esa que espero poder leer algún día.
    Felices fiestas <8>

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  3. Desfiló ante mí, debidamente adornado, el agosto de mis primeros once años...Y el río que me atrapaba y el ganado y la siesta y los cuentos a la sombra de la higuera; las insinuantes bragas rotas de las adolescentes enteras...Si hay vida está en el pueblo y tú lo recuerdas nítidamente...

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