La nube se hizo
bochorno y habitó entre nosotros. El agente Segundo Delgado suda como un corredor
de maratón mientras va recabando
testimonios sobre los muertos del tercero, que son una pareja de unos
cuarenta años que no contestaba las llamadas. Al no dar señales de vida
llegaron los bomberos y les encontraron muertos muertísimos en la cama con
signos de haber sido asesinados con una llave inglesa que apareció al lado de
un sinfonier que tenía la lengua fuera, parecía que unos calcetines que colgaban del
cajón iban a decir algo, quizá algo sobre que el dinero no estaba guardado
allí. Porque Manola lo guardaba en la sopera de porcelana que tenía en la
vitrina, una sopera que había sobrevivido a toda la vajilla de florecitas y que testimoniaba lo de sic transit gloria
mundi, referido, naturalmente, al universo de los platos. Lo mollar del tema,
se decía Segundo, es que habrá algún indicio entre todo este batiburrillo.
Segundo era implacable en cuanto al orden doméstico y gustaba de hacer
conjeturas sobre las vidas ajenas a través de los enseres que encontraba,
normalmente con grandes desperfectos, en las casas a las que iba como
analista. Normalmente la magnitud del
destrozo iba pareja a la pérdida de paciencia del caco, que conforme iba
notando cómo se le calentaba la sangre rompía y destrozaba sin dolor los
acopios de una vida que solía ser
proporcionalmente insulsa al volumen de trastos. Opinaba Segundo que las
personas que tienen muchas cosas necesitan siempre más porque lo que acumulan
no les llena. Y así, cargado de prejuicios,
empezó a buscar indicios en el lugar del crimen.
Lo primero era hacer fotos que recordasen
por él. La memoria lo deforma todo, lo empequeñece, lo magnifica, lo inventa.
Hace años que no ve una casa tan familiar: el sofá es igual a uno que
tenía en su antigua casa, tapizado de skay rojo. Viéndolo parece que nota cómo
se le pegaban las piernecillas en verano por efecto del calor. Pon una
sabanita, Segundo, decía su madre cuando le veía de espaldas con los muslos
enrojecidos por haberse levantado demasiado rápido. Nunca recordaba que tenía
que hacerlo poco a poco o de lo contrario se quedaría adherido. Segundo iba por
la calle con las piernas encarnadas por el sofá. Uno como aquel, ni más ni
menos. También había un cuadro de perdices muertas, una mesa de contrachapado
en buen estado... aquel piso era de alquiler o de un familiar entrado en años,
pero no podía ser de aquel par de desgraciados, menudo golpe llevaba él... y si
no, ella... demasiado para un caco.
-Piso de alquiler
-No era un caco
La libreta de Segundo empezaba a llenarse de anotaciones. ¿Por qué una
pareja tan joven acababa viviendo en aquel piso tan feo?
-No son tan jóvenes, tendrán casi cuarenta.
Rosabel le corrige en la conjetura que anda musitando mientras apunta. Sin
embargo el policía les ve jóvenes y desvalidos, quizá era el primer nido que
tuvieron, quizá zozobraron en un proyecto y la lealtad les ataba el uno al otro
y ella no quiso dejarle a él. O él a ella. Normalmente era él el que se
arruinaba viviendo su sueño. Lo había visto muchas veces. Las mujeres estaban
programadas para ser hormigas y guardar y guardar las provisiones, ellos eran
la mayor parte unos zánganos que merecían el destino del zángano colmenero y
arrastraban a mujeres avispadas a su espiral de soñar sin posibles: ese solía
ser el origen de muchos desaguisados. Yo pido para que nadie se entere, el
interés del prestamista me come, me lo juego todo al póker, me dan un par de
bofetones en plena calle, me achuchan en el portal, pero no pago y entonces un
día aparezco muerto con ella, que no tuvo olfato para dejarme... puede ser...
puede ser...
Lleva unas pinzas largas con las que recoge todo tipo de minucias. Tiene
una visión global de las vidas ajenas. Desde un ángulo del salón les ve: ella
lee algo, él pone la mesa. La casa olía a homicidio y a desinfectante. Qué
cosas... Se podían distinguir los olores como en capas. En una casa había capas
de olor que contaban quién se duchaba y a qué hora, quién comía primero, quién
no limpiaba la cocina. La casa de los muertos tenía una capa remota de pino y
amoniaco, otra de parmesano y otra, obscenamente evidente de cadaverina. Y nada
más, se había perdido el matiz de los habitantes. Siempre pasaba lo mismo. Al
terminar su investigación sólo serían bocetos de lo que fueron en vida y su
vida no tendría más importancia que la que le dieran sus familiares en el
notario. A ver quién liquida, quién tasa, quién odia a quién. Para ver las
tripas de una familia hay que ir al notario. Allí siempre salen indicios que
dicen cómo se las gastaba Fulano y
Mengano.
El notario, el cartero, el de la tienda. Todos ellos tenían un mundo de
indicios. Además no hace falta preguntar, te cuelgas la acreditación y las
palabras les brotan solas. Ha entrado a por una barra de pan y la panadera le
ha dejado caer su paquete probatorio:
- Una vez la vi dejar a su sobrina en el coche mientras comparaba, a él
no le gustaba que hiciera esas cosas...
-¿Qué cosas?
-Pues eso, ser descuidada. A veces ella bajaba buscando en el bolso, no
sabía ni dónde tenía las llaves.
Segundo se ríe, porque él más de una vez se ha llevado las llaves de su
mujer y ésta se ha vuelto loca buscándolas.
El cartero también pone de su cosecha:
-Abría pasados unos minutos, le costaba ir a abrir, un poco floja era,
sí...
-¿Pero abría?
-Sí, pero me hacía perder una de tiempo...
Segundo supo más tarde que la mujer tenía fibromialgia y que le costaba
levantarse de la silla.
El notario también tenía sus propias ideas:
-Resulta que la mujer era un pelín maniática. Que si me voy a morir, que
si quiero que el dinero sea para Feli, que está estudiando, que no quiero que
se venda el piso si yo me muero... Él era de otra manera, se reía más, era más
alegre...
Feli era la sobrina de la muerta. Siempre quiso estudiar y su tía le
costeaba parte de los gastos a condición que sacara buenas notas. La chica se
esforzaba aún con la oposición de parte de la familia que veían los bienes de
la mujer muerta como algo que iba a pertenecerles en cualquier momento. Sus
continuos problemas de salud les habían puesto en la tesitura de hablar de ella
como si su desaparición fuera inminente, y así, si Manola, la víctima,
comentaba que iba a pintar el piso, alguien comentaba más o menos
disimuladamente que era perder dinero porque total, en breve iba a venderse.
Cuanto la mujer hacía era un adelgazamiento de la herencia que les correspondía
legítimamente si es que decidía morirse de una puñetera vez.
La muerte de Manola, era, pues, algo asumido y deseado por su entorno:
eso sí era un indicio.
En los días posteriores al homicidio varias vecinas se acercaron al piso
para hablar con los agentes. Una declaró que el hombre sacaba las alfombras al
balcón, que debía tener el piso hecho un asco, porque alguien que no aspira... usted
ya me entiende. Otra, que en una ocasión había visto que la sobrina se había
quedado a su cargo y que iba por la calle comiendo patatas fritas a las diez de
la noche, en lugar de una fruta, que es más sano. Una maestra declaró que “esa
niña –la de las patatas fritas- a veces llegaba tarde y con los deberes
equivocados”. La niña atendía poco, decía la maestra, pero yo lo que me han
contado, a mi no me haga caso...
Un sin fin de testimonios dejaron diáfano un extremo: nadie sabía en qué
creían, cuáles eran sus ocupaciones diarias, si estaban bien o mal avenidos. Los
muertos eran para su entorno unos completos desconocidos que se esforzaban por desvanecerse aún después de muertos.
Cuando no puede estar todo más difuso, el teléfono le desconcierta:
acaba de ir a declarar un hermano de él que se ha declarado culpable.
En la declaración diría que ellos eran raros, que no tenían nada que ver
con el resto, que nunca habían compartido
lo que les sobraba.
-¿Con usted?
-Pues sí, conmigo. Una gente que ni salía ni ná, y yo ahogado con el
dinero...
-¿Discutieron?
- Me dijeron que me fuera, que era un Neandertal... y se me fue la
cabeza.
-Les tengo que dar la razón: es usted un Neandertal
El hombre se declara culpable sin frío ni calor. Está ofendido: no entiende por qué le ha
pasado lo que le ha pasado, realmente merecía que la vida le tratara mejor, con
más ingenio. Podía haber ascendido más en la empresa, podía haber comprado una
casa mejor, y ahora estaba a las puertas de la cárcel. Los indicios dijeron a
Segundo que cuantos rodeaban a la pareja les habían ignorado, que no habían
sentido interés por ellos más que en el aspecto material. Los testimonios relataban
anécdotas contradictorias. Caían bien a unos sí y a otros no. Unos les
encontraban ordenados, otros todo lo contrario. Sólo en una cosa coincidían: el
homicida era una bellísima persona. Ah, sí, y la niña era rara como la muerta.
La niña rara que veía a través de la gente lloró sabiendo que las sospechas que ella tenía
podían haber salvado a sus tíos. Su padre solía decir: “es para matarlos, no
saben disfrutar de la vida”. A veces le miraba y notaba un asco indescriptible,
pero se decía que no podía ser, que todo el mundo le tenía por un hombre
decente y bueno. Se ve que la gente manejaba indicios que ella desconocía. Se
ve que la gente, cuando no le gusta lo que ve, se fabrica un indicio.