Carmen siempre ha sabido que el mal habitaba
en el niño Roque . Le sobrecoge la sospecha. Cree firmemente que él tuvo mucho que ver
con la desgracia de aquel perrillo que tanto le gustaba. Lalo tenía unas orejas
largas y peludas y Carmen le acariciaba con una mano mientras sujetaba un libro
con la otra. Roque no podía aguantar que cuando llegaba a casa, su madre
estuviera de paseo con el chucho, en lugar de esperarle para hacerle la
merienda. Carmen pensó que con veinte años podía hacerlo todo solo... Lalo se
esfumó un día por una ventana abierta, y en la mente de todos quedó, indeleble, una de aquellas explicaciones que daba sobre la marcha tras hacer una
barbaridad:
-Se ha puesto a correr como
loco en dirección a la ventana ¡y ha saltado!
Anteriormente había lanzado
una silla plegable a un vecino del bloque de enfrente que estudiaba en un
edificio contiguo.
-Ha venido el presidente de
la comunidad de enfrente... Roque, por Dios, vas a matar a alguien...
-Tocaba la guitarra muy mal,
mamá... no me dejaba concentrarme.
Tras el estupor inicial,
costaba decir en voz alta lo que pensaban los espectadores de aquellos folletones.
Carmen cree encontrar en su fuero interno respuesta a las cosas
que se extraviaban, al dinero que faltaba, a las amistades que se perdían sin
ninguna razón aparente. Mercedes también se fue. En la foto de comunión está al
lado de su hermano, con un rosario en las manos, con carita de mártir. Roque la
asediaba, no la dejaba en paz, como un gatito que afila sus uñas matando
pájaros que luego no se come. Mercedes tuvo que salir huyendo, temiendo por su
vida, creyendo firmemente en que seguiría el camino de Lalo y la encontrarían
estrellada con las piernas del revés, en el suelo del patio de luz. Mercedes recogió a Lalo y lo envolvió
en su manta de cuadritos, lo enterraron en el campo. Lloró mucho pero no tanto
por pena como por lo que se le venía encima. Durante años Carmen intentó no
poner al mal hijo demasiado a prueba, por eso le dio la noticia de su próxima
boda cogiéndole de las manos para que no se fuese.
Se fue gritándole que era una ridícula y una mala madre, sin pensar en él, abandonándole a su suerte.
Carmen cree que le hará algo en el coche, o le
prenderá fuego a la casa. Le ve capaz de cualquier cosa. Roque siempre
ha sido imaginativo en cuestión de hacer maldades. Como cuando perforó con
alfileres las gomas del gas en casa de su abuela y las vecinas le vieron desde sus galerías.
-Tiene que vigilar el gas, señora
Carmen.
Mientras clavaba los
alfileres -sobre las letras de la goma, para que no se vieran las marcas- una
vecina le vio por el balcón y se lo advirtió a Carmen. No le dio tiempo a cubrir su retirada.. Podían haber volado por
los aires... Dijo que se aburría y desde entonces la abuela no quiso verle más.
Él lo contaba como una hazaña, decía que una bombona era como una bomba,
se partía de la risa imaginando el vuelo de la abuela, el inodoro propulsado a
la estratosfera... Su idea era dejar el edificio como si alguien lo hubiera
cortado con un sable, como en esas explosiones que salen en las noticias: demolida
la fachada, dejando al aire un comedor sin suelo donde cuelgan fotos de novios
y comulgantes, la orla del niño; al lado, el armario con espejo de un baño en
el que ya no se afeitará nadie, la pared donde han resistido los azulejos. Imaginaba los corrillos en la acera:
-Se ve que eran de primera...
-Desde luego estaban bien
puestos.
Quería que hubieran salido
en las noticias, pero no pudo ser.
A Carmen le cuesta poco perdonar, y Roque es zalamero. A menudo la abraza con fuerza mientras a la madre le recorre el cuerpo
un escalofrío, una certeza que no confiesa, un algo que le dice que está ahí
mismo la tragedia. Que llegará cualquier día, cuando menos se lo espere. Que parecerá un accidente y que Mercedes sabrá lo que ha ocurrido. Mercedes huirá y Roque no tendrá a quién martirizar, y se enfadará, y será peor...