María madrugaba para salir a la calle. Valoraba el silencio de la
gente que la rodeaba, siguiendo sus propias rutas. Pasaba horas enteras sin hablar con nadie, escuchando a
la gente conversar en los cafés, en las colas del mercado. Conocía sus pequeñas
historias cotidianas y sabía hasta los nombres de pila de muchas de aquellas personas.
Mentalmente las saludaba “Buenos días, señora Rosa”, “buenos días, señora
Juana”. La señora Juana tenía “un marido flojo, era de natural asín”, que la
tenía hecha un pincel la casa, pero que no se levantaba hasta por lo menos las
diez y media, eso sí, cantando por
alegrías. Y ponía el pucherito, y se bajaba a tomar su cafelito, que esta vida
perra está hecha de obligaciones. Juana
remendaba trajes de pobretón y uniformes de la milicia mientras él, Arfonzo, le sacaba una sonrisa cuando
quería, que era salado y dicharachero, y algo gastoso, pero más bueno... La
señora Juana no tuvo hijos, la señora Rosa, sí, dos que parecían uno y medio,
famélicos y color beis como los abrigos de los mafiosos. Tosían las criaturillas
y tenían las cabecitas llenas de unos eccemas blanquecinos, síntoma de la vida
miserable que la prole de doña Rosa llevaba en un sótano sin ventanas donde
habitaban hijos y padres como champiñones en un silo. “Huelen a hongo”, decía
por lo bajo la señora Juana, más limpia que una patena, cuando le pasaban por
el lado los chiquillos, con aquellas muñecas huesudas y aquellos pelillos de
rata. Dentro de los estratos de la miseria de
la gran ciudad, doña Rosa y los suyos eran casi el último escalón del centro.
María se surtía de humanidad en aquel hormiguero bullicioso, sin recibir ni
pronunciar una palabra, nada más que lo justo. Era una soledad relativa y muy
reconfortante, pues no tenía nada que ver con el estado de control al que
estaba sometida en el pueblo. La gente de la ciudad la ignoraba
completamente y de este modo cuando iba y venía al pueblo nadie lo advertía.
Quizá Gelu, la panadera, que reconocía al que huye desde lejos. Gelu tiene un
exmarido que es un malnacido y la asedia, y María no lo sabe, pero Gelu está
pendiente de ella por si tiene algún problema. La ve muy sola y muy triste... así, sin conocerla de nada.
miércoles, 28 de septiembre de 2016
miércoles, 21 de septiembre de 2016
Mariana
Cuando Mariana empezó a llorar, hace ya más de veinte años, andaba dolorida por el abandono de su novio, un brigada apuesto que se fue y no volvió. Antes de irse dijo "espérame aquí, espérame y nos iremos". El brigada se embarcó para las antípodas, llevado por un presentimiento vestido de sargento primero. Y ella esperó bajo un tilo tapada por un un chal de pájaros que fueron abandonándola, emprendiendo el vuelo poco a poco desde las ramas retorcidas y floreadas que adornaban su indumentaria. Las flores también se marchitaron y cuando la tela se hubo quedado blanca, comenzó a llorar. Poco al principio, como un río después. Hace ya veinte años, y casi nadie echa cuentas del prodigio. Deja de llorar mientras duerme, y al despertar comienza a hipar con abandono, a suspirar con ceremonia, a dejar caer una lágrima salada y redonda. Una y otra, una y otra, forman una hilera uniforme que resbala ordenadamente hasta sus tobillos, donde su madre le mete los pies en un cuenco de cristal azul donde nadan dos peces koi, describiendo círculos, uno tras otro, creando un efecto hipnótico de remolino. Los peces de Mariana dibujan corazones en el agua, como las hélices que forman los corazones humanos que laten, enrollados sobre sí mismos, esperando desenrollarse cualquier día como un matasuegras, al más mínimo sobresalto.
Mariana saca de vez en cuando los piececillos del agua, y su madre deja que la sal de las lágrimas precipite. Con ella prepara brebajes para prevenir de los desengaños amorosos y quitar el mal de estómago. La espolvorea sobre un jarabe de pétalos de flor con las puntas de los dedos, como si estuviera aderezando un guiso. Al fin y al cabo, todos nos alimentamos de amor, me dice, y todos alimentamos el amor con las lágrimas de otro. Mariana silba levemente cuando pasa un pajarillo volando, por ver si se le posa otra vez en el vestido. Su traje talar tiene el mismo color que los huesos, que según ella son polvo, como las lágrimas pulverizadas, como esa materia microscópica que dejaron las aves que abandonaron su vestido ahogados por la pena. Muy de vez en cuando florece tímidamente un pomito de florecillas azules en los bajos del vestido, y el polen deja una sombra dorada sobre sus pies de sirena, que nada en un mar propio esperando, esperando...
jueves, 15 de septiembre de 2016
A casa
Venía de casa, llegaba a casa. María bajó del tren una vez más y tropezó como el primer día en el que puso los pies en la ciudad. Aquel día también tenía los zapatos sucios, la boca seca. Pero ya no era aquel día. De aquel día habían pasado muchos años.
Comenzó a caminar, erguida. Ahora ya sabía dónde iba, sin prisa. Llegaría a casa en una hora. En esta casa, su casa, el tiempo tenía un valor universal y las personas se movían con soltura mirando el reloj constantemente. Todo era previsible, todo funcionaba. Todo era organizado, impersonal, eficiente. Tenía una sensación de
gratitud hacia su tierra de acogida que la hacía querer ser mejor ciudadana,
mejor vecina. La vecindad en una ciudad grande era ilustrada por su hombre con
historias sobre los pueblos mediterráneos conectados por
las olas, por los faros, por la arena de las playas que con él vio por primera
vez cuando llegó, temerosa y huidiza a la urbe que la estaba esperando sin
hacerle ningún caso, dejándola ser invisible. Aquellos expertos en navegación
de cabotaje, con sus dioses exuberantes, imperfectos y pasionales crearon el
marco donde se elevaban aquellos edificios que por dentro eran como todos los
edificios. Un hombre afeitándose, un gato de zarpas hábiles, un niño
desdentado, un abuelo viviendo en la añoranza, un velatorio que pasa inadvertido... Transistores y ollas pronto, estampitas y escapularios,
caminos de mesa, tapetes de ganchillo...
El trayecto al casa que
tantas veces hizo María, en aquella línea eterna de tren o autobús, la sumía en un
estado de excitación difícil de explicar. Eran viajes frecuentes que se fueron
distanciando, hasta sólo volver en el verano; era un ir y venir de sensaciones
encontradas. Por un lado, el reconocimiento de los orígenes, la familiaridad de los sonidos, los sabores, los colores. Por otro
lado, la repulsión que sentía hacia todo aquel estilo de vida anclado en un
pasado cuyas imágenes volvían una y otra vez con insistencia. El pueblo era
el dolor: la ciudad, el olvido. Cómo no querer permanecer a salvo entre aceras
y tranvías, entre transeúntes desconocidos, mirando escaparates, yendo hasta el
puerto a mirar el mar...
La tierra arenosa del pueblo,
aquella tierra pobre era una alegoría. La sangre vertida para conseguir nada, la hacía volver la cabeza una y otra vez al creer
reconocer entre la gente una voz familiar, un gesto de alerta, una mirada. A veces el crimen había sido por silencio,
otras, por ignorancia. Siempre odio y miedo. El miedo se respiraba en su mente,
se pegaba a los pulmones oprimiéndolos, sin dar tregua. El miedo sembrado en
los campos, cosechado cada día, volvió yermas a las gentes que fueron yéndose a
buscar otra vida mejor lejos de las garras de aquellos señoritos descastados,
inútiles.
Se fueron desvaneciendo, dejando piedras pesadas sobre las persianas.
Mataron los animales del corral, los regalaron.
Montaron en un tren de madera y
respiraron hollín por primera vez. Llegaban a cientos a la capital que prometía
una vida mejor que era en realidad una vida diferente. Como si de otro mundo se
tratara, tuvieron que aprender a vivir lejos de sus costumbres y vieron por
primera vez el mar. Ese mar de las culturas micénicas les hipnotizaba en su
eterno batir de olas, las mujeres con pañuelos atados en el pelo, las
jovencitas con melenas que se iban acortando gradualmente en un ejercicio de
mimetismo con aquella modernidad recién descubierta. Empujados por el hambre
llegaron a la ciudad que guardaba sus propias esencias viejas, sus aristócratas
acabados, su mística y su historia. Y
fue así, como en una especie de bautismo, en una ceremonia de iniciación
primitiva, cualquier recién llegado aprendía otra vida, otra lengua en la que intercambiar sonrisas. Aquellas sonrisas eran las que empujaban
a María a sentirse parte de la gran urbe que apenas reparaba en los emigrantes pero que les admitía sin problemas, generando en aquellos
hombres y mujeres un sentimiento imborrable de agradecimiento. Muchos años más
tarde, cuando todo hubiera acabado, cuando solamente existiera de la urbe
rápida y limpia el recuerdo en los que la habitaron en aquellos días de
juventud y prosperidad, quedaba un lugar en el corazón para la rabia hacia los
que crearon un pueblo inhabitable en cada camino, un cortijo en cada finca, para los
que ejercieron de forma despótica el poder sin trabas y para los que dejaron
morir aquel proyecto humano compuesto por la sed de muchos y el agua de otros tantos.
jueves, 8 de septiembre de 2016
Vidrios
Paca estruja con oficio una
sardina salada en su cocina de estilo moderno; había un algo sádico en sentir que se rompía con
la presión que ejercía sobre ella con la hoja de un cuchillo en una tabla de raíz de almendro, una
fineza de Manel de un viaje a Mallorca. Mejor en la tabla que eso de hacerlo en el marco de la
puerta, chafada entre unas hojas de periódico que anunciaban ocasiones
inmobiliarias. Era, además de poco fino, nada higiénico. Paca se asomaba por la
ventana que da al patio de luz intentando tomar aire, que le faltaba, vaya
usted a saber por qué, cuando entraba a la cocina y escuchaba roncar al vecino y gorjear a los pajaritos
enjaulados. En ese patio de luz había hasta un exhibicionista que se quedó
capón después de un sobresalto patrocinado por varios vecinos y que ya apenas sale a dar sustos; se limita a mirar y a discutir con su madre a pleno pulmón sobre nada que pueda repetirse.
Desde aquella casa no se veía el mar,
pero estaba detrás. Tampoco se veía el cielo, pero estaba allí, encima de la
claridad que se filtraba por los cristales. En la ciudad que crece sin mesura
el calor es pegajoso y Paca piensa en agua con cubos de hielo, en helados de
niña cursi, en barquillos que huelen a canela y a limón. Manel llegará pronto y
ella ha cocinado con oficio un estofado de buey, regándolo con vino peleón de
la bodega de Michel, que es un francés simpático que la llama madame cuando se
lleva un poco de rioja a granel para los guisos y las tristezas que le atacan
cuando le viene a visitar algún espectro en ese momento en el que los párpados
empiezan a bajar por la falta de sueño. Su cocina es geométrica y paranormal,
reproduce sonidos raros, que no son más que los gases del frigorífico, pero Paca
escucha en ellos voces del más allá que la llaman. Es entonces cuando coge una de las copas de su cristalería y la llena, dejando que naden en ella unos cisnes wagnerianos que la adornan. Cuando la vacía también ella se vacía, pues los sonidos no cesan y la culpa la arrolla. Tras unos minutos ella es como la sardina que no mira hacia ninguna parte: está aplastada e indiferente. Paca se come las agallas saladas chupándose los dedos cuando nadie la ve. No es nada edificante, pero le da igual en ese momento. Dentro de un rato, quizá limpie la copa y la coloque como si nada hubiera pasado.
El frigorífico se ha quedado abierto y desde él una luz sobrenatural le manda una señal, algo malo va a ocurrir. Paca saca los ojos a la sardina para que no vea su derrota al recoger los vidrios que han quedado esparcidos por el suelo, cuando ha escuchado la portería y ha pensado en que no le daba tiempo a esconder la copa, aún manchada de culpa. Manel la besa en el pelo y no pregunta por los arañazos de la mano de su Paca, que tiembla entre las suyas.
Sabe que falta una copa. Es la que siempre está limpia
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