jueves, 15 de septiembre de 2016

A casa

Venía de casa, llegaba a casa. María bajó del tren una vez más y tropezó como el primer día en el que puso los pies en la ciudad. Aquel día también tenía los zapatos sucios, la boca seca. Pero ya no era aquel día. De aquel día habían pasado muchos años.
Comenzó a caminar, erguida. Ahora ya sabía dónde iba, sin prisa. Llegaría a casa en una hora. En esta casa, su casa, el tiempo tenía un valor universal y las personas se movían con soltura mirando el reloj constantemente. Todo era previsible, todo funcionaba. Todo era organizado, impersonal, eficiente. Tenía una sensación de gratitud hacia su tierra de acogida que la hacía querer ser mejor ciudadana, mejor vecina. La vecindad en una ciudad grande era ilustrada por su hombre con historias sobre los pueblos mediterráneos conectados por las olas, por los faros, por la arena de las playas que con él vio por primera vez cuando llegó, temerosa y huidiza a la urbe que la estaba esperando sin hacerle ningún caso, dejándola ser invisible. Aquellos expertos en navegación de cabotaje, con sus dioses exuberantes, imperfectos y pasionales crearon el marco donde se elevaban aquellos edificios que por dentro eran como todos los edificios. Un hombre afeitándose, un gato de zarpas hábiles, un niño desdentado, un abuelo viviendo en la añoranza, un velatorio que pasa inadvertido... Transistores y ollas pronto, estampitas y escapularios, caminos de mesa, tapetes de ganchillo...

El trayecto al casa que tantas veces hizo María, en aquella línea eterna de tren o autobús, la sumía en un estado de excitación difícil de explicar. Eran viajes frecuentes que se fueron distanciando, hasta sólo volver en el verano; era un ir y venir de sensaciones encontradas. Por un lado, el reconocimiento de los orígenes, la familiaridad de los sonidos, los sabores, los colores. Por otro lado, la repulsión que sentía hacia todo aquel estilo de vida anclado en un pasado cuyas imágenes volvían una y otra vez con insistencia. El pueblo era el dolor: la ciudad, el olvido. Cómo no querer permanecer a salvo entre aceras y tranvías, entre transeúntes desconocidos, mirando escaparates, yendo hasta el puerto a mirar el mar...

La tierra arenosa del pueblo, aquella tierra pobre era una alegoría. La sangre vertida para conseguir nada,  la hacía volver la cabeza una y otra vez al creer reconocer entre la gente una voz familiar, un gesto de alerta, una mirada. A veces el crimen había sido por silencio, otras, por ignorancia. Siempre odio y miedo. El miedo se respiraba en su mente, se pegaba a los pulmones oprimiéndolos, sin dar tregua. El miedo sembrado en los campos, cosechado cada día, volvió yermas a las gentes que fueron yéndose a buscar otra vida mejor lejos de las garras de aquellos señoritos descastados, inútiles. 
Se fueron desvaneciendo, dejando piedras pesadas sobre las persianas.
Mataron los animales del corral, los regalaron.
Montaron en un tren de madera y respiraron hollín por primera vez. Llegaban a cientos a la capital que prometía una vida mejor que era en realidad una vida diferente. Como si de otro mundo se tratara, tuvieron que aprender a vivir lejos de sus costumbres y vieron por primera vez el mar. Ese mar de las culturas micénicas les hipnotizaba en su eterno batir de olas, las mujeres con pañuelos atados en el pelo, las jovencitas con melenas que se iban acortando gradualmente en un ejercicio de mimetismo con aquella modernidad recién descubierta. Empujados por el hambre llegaron a la ciudad que guardaba sus propias esencias viejas, sus aristócratas acabados, su mística y su historia.  Y fue así, como en una especie de bautismo, en una ceremonia de iniciación primitiva, cualquier recién llegado aprendía otra vida, otra lengua en la que intercambiar sonrisas. Aquellas sonrisas eran las que empujaban a María a sentirse parte de la gran urbe que apenas reparaba en los emigrantes pero que les admitía sin problemas, generando en aquellos hombres y mujeres un sentimiento imborrable de agradecimiento. Muchos años más tarde, cuando todo hubiera acabado, cuando solamente existiera de la urbe rápida y limpia el recuerdo en los que la habitaron en aquellos días de juventud y prosperidad, quedaba un lugar en el corazón para la rabia hacia los que crearon un pueblo inhabitable en cada camino, un cortijo en cada finca, para los que ejercieron de forma despótica el poder sin trabas y para los que dejaron morir aquel proyecto humano compuesto por la sed de muchos y el agua de otros tantos.

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