jueves, 8 de septiembre de 2016

Vidrios

Paca estruja con oficio una sardina salada en su cocina de estilo moderno;  había un algo sádico en sentir que se rompía con la presión que ejercía sobre ella con la hoja de un cuchillo en una tabla de raíz de almendro, una fineza de Manel de un viaje a Mallorca. Mejor en la tabla que eso de hacerlo en el marco de la puerta, chafada entre unas hojas de periódico que anunciaban ocasiones inmobiliarias. Era, además de poco fino, nada higiénico. Paca se asomaba por la ventana que da al patio de luz intentando tomar aire, que le faltaba, vaya usted a saber por qué, cuando entraba a la cocina y escuchaba  roncar al vecino y gorjear a los pajaritos enjaulados. En ese patio de luz había hasta un exhibicionista que se quedó capón después de un sobresalto patrocinado por varios vecinos y que ya apenas sale a dar sustos; se limita a mirar y a discutir con su madre a pleno pulmón sobre nada que pueda repetirse. 
Desde aquella casa no se veía el mar, pero estaba detrás. Tampoco se veía el cielo, pero estaba allí, encima de la claridad que se filtraba por los cristales. En la ciudad que crece sin mesura el calor es pegajoso y Paca piensa en agua con cubos de hielo, en helados de niña cursi, en barquillos que huelen a canela y a limón. Manel llegará pronto y ella ha cocinado con oficio un estofado de buey, regándolo con vino peleón de la bodega de Michel, que es un francés simpático que la llama madame cuando se lleva un poco de rioja a granel para los guisos y las tristezas que le atacan cuando le viene a visitar algún espectro en ese momento en el que los párpados empiezan a bajar por la falta de sueño. Su cocina es geométrica y paranormal, reproduce sonidos raros, que no son más que los gases del frigorífico, pero Paca escucha en ellos voces del más allá que la llaman. Es entonces cuando coge una de las copas de su cristalería y la  llena, dejando que naden en ella unos cisnes wagnerianos que la adornan. Cuando la vacía también ella se vacía, pues los sonidos no cesan y la culpa la arrolla. Tras unos minutos ella es como la sardina que no mira hacia ninguna parte: está aplastada e indiferente. Paca se come las agallas saladas chupándose los dedos cuando nadie la ve. No es nada edificante, pero le da igual en ese momento. Dentro de un rato, quizá limpie la copa y la coloque como si nada hubiera pasado. 
El frigorífico se ha quedado abierto y desde él una luz sobrenatural le manda una señal, algo malo va a ocurrir. Paca saca los ojos a la sardina para que no vea su derrota al recoger los vidrios que han quedado esparcidos por el suelo, cuando ha escuchado la portería y ha pensado en que no le daba tiempo a esconder la copa, aún manchada de culpa. Manel la besa en el pelo y no pregunta por los arañazos de la mano de su Paca, que tiembla entre las suyas. 
Sabe que falta una copa. Es la que siempre está limpia


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