Matilde Solís, viuda de Pedro Laínez,
tiene una amante de pelo gris, Carmen. Son amantes desde hace cuarenta años y
aunque sus hijos lo saben, nadie dice nada. Cuando van de excursión con la
gente del pueblo piden una habitación
doble y cierran por dentro. Malditas camas separadas. Y si no esa puñetera
costumbre de clavar la mesita a la pared… Tirar el colchón al suelo parece la
única opción para dormir juntas, pero una cosa es tirarse al suelo y otra
levantarse. Las rodillas, la cadera, los ligamentos,
la artritis... todo eran impedimentos pero para voluntad de hierro, la suya.
Carmen era expeditiva: para no poder dormir con ella se quedaba en casa,
faltaría más. En una habitación de hotel de costa, dos ancianas suspiran
abrazadas, sonrientes, sentadas a ras del suelo,
mirando el mar desde la ventana. Se sienten tan afortunadas que empiezan a
sentir que todo puede estropearse: es un mordisco de rata en el corazón que a
veces asalta a la felicidad verdadera. La angustia anida en la tierra de la
alegría y echa raíces profundas que se alimentan de dolores pasados, de
traumas no resueltos. Carmen y Matilde quisieran vivir cien años como ahora.
Pensar una en la falta de la otra las hace caer en un segundo de desesperación
que se esfuma con un beso inesperado, como ese primero que llegó tras unas
copas de anís dulce en la verbena de San Bartolo. Matilde aún nota cómo le da
vueltas la cabeza y los dedos de Carmen jugando con el pelo de su nuca, la
respiración, el contacto… Nadie advirtió lo que
ocurría debajo del emparrado del bar, donde no quedaba nadie porque después de
terminar la cena todos se habían ido al baile. Carmen y Matilde se quedaron
mirándose una eternidad, se cogieron de la mano y estuvieron así, acercándose
poco a poco, hasta encontrarse. No se separaron desde entonces, y
mantuvieron su historia en secreto durante tantos años como vivieron sus
cónyuges. Fueron buenos compañeros, leales, amigos después de todo. Piensan arreglar el testamento para dejarse
la casa la una a la otra. Cuando hablan de esto Carmen siempre termina
llorando.
-Si te mueres, me mato, asevera.
A lo que Matilde responde:
-Eso lo dices en un arrebato, los
chicos no se lo merecen. Son buenos chicos que necesitan a su madre.
-Tú sabes que son unas
fieras, no me vengas con esas.
-Fieras... no sé...
-Fieras. Ponles un cheque
delante y verás. Matarían a su madre, por lo menos Felipe. Le han salido a mi
tía Loreto, seca por dentro y por fuera. Seca como un pedernal. Menuda lengua
viperina... Yo creo que lo de mi tía era porque estaba virgen y mártir.
-¿Tú crees?
-Y tanto ¿te acuerdas cómo
tenía la piel? Como un lagarto.
-Bastante tendrá que ver
eso...
- Pues sí que tiene que
ver. Yo por la mañana me echo una cremita y me digo “para cuando venga mi mujer
a quitármela a mordiscos”
Matilde y Carmen están ultimando lo
que ellas llaman “el soponcio”, que consistirá en comunicar a la prole que se aman,
lo que a la postre no es una gran idea porque el piso tiene un bocado
importante. Dar al dinero vela en el entierro hace que no por deseado llegue antes.
A veces de un hijo a una hiena sólo
hay cien mil euros de diferencia.
Un relato vivo, maravilloso de puro amor aderezado con las hienas correspondientes que siempre existen.
ResponderEliminarA pesar de todo el amor nunca muere solo se transmite.
Es ese amor que hace mejor el mundo. Gracias por pasarte, Javier ;-)
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