Les cuento. La gente camina, los
novios se besan. Las novias también. Me encanta esta playa. El agua parece del
trópico y hay peces en la orilla que te sortean los pies. Son rápidos y
translúcidos, y surfean la poca espuma que forma la ola, para volver hacia adentro, una y otra vez.
Allá, un velero, aquí un muchacho
fibroso que va de pie sobre una tabla remando, que pasa y sonríe sin perder el
equilibrio, mientras yo floto y floto y floto, que floto de lujo, y dejo que el
agua me entre en las orejas, y escucho el fondo del mar glugluglú y sigo
flotando, mientras el señor de la tabla vuelve, hecho un pincel y con la
espalda rectísima, navegando sin prisa, corrigiendo los vaivenes.
Veo pasar un vendedor, no tendrá
más de veinte años. Subsahariano.
Una pila de sombreros, unos
pañuelos enormes, una mochila a la espalda. Corre muy deprisa, mucho, y se
pierde entre las dunas. Tras él dos policías en bici, uno de ellos la deja caer
y sale corriendo tras él, para salir, mucho tiempo después, con las manos
vacías.
Y es que el vendedor seguramente
lleva corriendo desde que salió de su casa. Y tal vez haya venido en un barco
de esos en los que muere gente, o haya sido torturado, o se haya herido al
pasar una alambrada, o se haya arruinado
pagando un pasaje a las mafias, o todas las anteriores y muchas más que no sé,
porque sólo sé flotar y mirar, y escribir esto.
Espero que escapara, me dice uno
de mis hijos. Seguro, le contesto. Y después de ese instante, en el que tomas
tierra sin querer, el mar no es tan sosegado, y unas algas se mecen a la deriva
en el azul, mientras otras están amontonadas en la arena, esperando que se las
lleven. Y el mar se vuelve una criatura
hostil, implacable, como los hombres que lo han dividido con líneas imaginarias
para que otros no puedan traspasarlas más que muertos.