Son las cinco y el sol tuesta sin
tregua, como es su costumbre, hasta la tarde, que será mucho más allá de las
siete cuando empiece la gente a salir de las casas a ver si se vive mejor
fuera.
Una señora grita a dos niños “¡Borja!
¡Lucía!” La señora les reconviene porque andan por la calle corriendo y
jugando, con sus ropitas de aventura, haciendo un ruido tremendo para la hora de la siesta, eso les dice, y les explica que depende,
sobre todo, de la hora a la que uno haya comido, aunque aquí es costumbre
hacerlo a la una, como toda la vida, aunque eso es flexible desde que no todo
el mundo va al campo, porque el campo en esta época requiere pocas manos, o no
tantas como en el invierno, más húmedo y laborioso, más verde, más generoso.
Borja y Lucía son niños, como
todos los niños del mundo, que cogen algo del suelo y es un tesoro que enseñan
para horror de su madre: ¡no cojas nada del suelo! El suelo es donde muere lo
que se abandona por descuido o por desprecio, y poco hay que rascar en este
suelo barrido y soplado horas antes, pero Lucía ha visto algo con ojos de
urraca y ha corrido hasta ello para extraerlo con las uñitas de entre dos
adoquines, que ha estado un ratito hurgando con mucha paciencia. Su madre le
obliga a tirarlo en una papelera de diseño, que causa estupor y alegría, mira
cuántas papeleras hay. Como si viviera gente aquí, señora mía.
Borja amaga con meterse a la
fuente, ni que decir tiene que es reconvenido y extraído de la nube de avispas
que planean lentamente sobre la humedad con las patitas colgando y el aguijón
preparado. Borja no lo sabe, pero tiene una suerte loca de no haber sido
acribillado cuando ha decidido enrollar un papel y jugar al tenis con ellas. Me
da que es la primera vez que Borja tiene un cuerpo a cuerpo con avispas, y ha
salido bien parado. Si le hubieran picado hubiera visto su madre que también
tenemos farmacia. Eso que se ha ganado, señora, digo para mí mientras espero,
que no son horas, al que no llega.
Alguien grita desde lejos si le
gusta el pueblo y Borja contesta que sí, no sé quién lo dice, y creo que Borja
tampoco. Anda demasiado ocupado con una misión que pone a prueba todas sus estrategias. Su madre no se ha dado cuenta porque está
lavándole a Lucía las manitas con una botella de agua mineral que ha sacado del
bolso. Lucía tienen unas manos perfectas, irrealmente pequeñas. Casi no me acuerdo cuando tuve una mano así de pequeña entre las mías... Antes había fuentes, le explica a la niña, y la gente bebía agua de allí. ¿Y los
perros también? La madre se queda callada, antes un perro era una posesión, una
cosa, ¿cómo se explica eso sustrayéndose uno del concepto? No sé si piensa eso
la madre, pero es una buena pregunta que puede hacerse de camino a la farmacia,
porque sí, Borja lo ha conseguido. Está rojo como un tomate, con un lagrimón
asomando. Podrá decir a la vuelta que el primer día en el pueblo le picaron las
avispas.
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