Hace muchos, muchos años,
hubo un lugar feliz.
Hace muchos, muchos años,
leímos tebeos en la sala. Tebeos de hadas, de Roberto Alcázar y Pedrín. Tebeos
de la familia Ulises, del profesor Franz de Copenhague. Estaban apilados en la
sala, detrás de la puerta, debajo de una percha con un sombrero mejicano. Para
leer los tebeos había que ponerse el sombrero y no levantar las persianas, eso
era capital. Así fue durante ese verano
y los veranos siguientes. Mi primo empezó a gatear. Ahora su hijo también
gatea, y es igual que era él, tan sonriente, tan dulce… todos queríamos tenerle en brazos, porque sin ser conscientes sabíamos que era una
bendición aquella tranquilidad, aquellas manecillas redondas. Hace muchos,
muchos años, tuve un verano feliz.
Tuve otro verano feliz. Mi abuela
compraba manzanas ácidas y la plaza estaba llena de flores naranjas. El suelo
irradiaba calor y los escorpiones aún estaban bajo las piedras. Aún había
piedras que levantar con un palo, una serpiente pequeña, una lagartija que huía,
una avioneta -una sola- que llegaba al
aeródromo de los ricos, llenando la
siesta de un ruido desconocido que se perdía haciéndose más grave, más y más,
hasta perderse. Mi abuela era poderosa, la mujer más poderosa del mundo. Se fue
al verano siguiente, sin decirme nada. Me dejó el sabor de aquellas manzanas,
la risa en el aire. Me dejó su memoria intacta, su porte, parece que está ahí
mismo, frente a mí, sin inmutarse. Es lo que tiene haber vivido el fin del
mundo varias veces, y volver para contarlo sin una pizca de drama.
Cada verano por julio, cuando parece que el mundo sestea, vuelve todo
a revelarse, como si hubiera estado escondido entre las prisas del frío. El
crujir de la fruta, los niños dormidos, la voz de la memoria. Un verano dentro de otro y así hasta llegar a este momento en el que la felicidad tiene
otro significado, y se cimenta, sin embargo, en lo mismo. Leche, limón y canela.
Hielo, menta. Azúcar tostada. Malta. Barquillos con mantecado, granadina con
cubitos. Agua de mar. Cangrejos, castillos de arena. Unas manos manchadas que
pelan la fruta con parsimonia, haciéndola pedacitos. Te haces mayor cuando
puedes pasar un ratito viendo comer a un bebé, y eso convierte el instante en
algo que si no es la felicidad se le parece mucho. Mi primo, aquel primer
verano que recuerdo, abrazaba una sandía
y era tan grande como él; esa foto aún
nos hace suspirar, porque mirándole mientras posaba estábamos todos, también
los que se fueron yendo cada verano, quedándose entre los pliegues de este
ropaje que hoy extiendo, como tapiz de vida, maravillada ante tanta felicidad
vivida, y más que vivida, viva.
Angélica, siempre me pones un nudo en la garganta... Y siempre hay frases que me llegan al alma, que enmarcaría.
ResponderEliminarGracias por regalarnos tus palabras.
Muchas gracias a ti, Laura, por pasarte un ratito por mi casa. Besos miles ;-)
EliminarSiempre haces que nuestras memorias crujan. Y para mí es bueno y buena eres relatando esas vivencias.La vida es eso, también está viva.
ResponderEliminarGracias.
Si no está viva...no es <8>
EliminarNo se ya, yo! Salvo pequeñas e insignificantes diferencias has descrito mis veranos tan bien como mis fotos en blanco y negro y color desvanecido, que guardo y que miro con una enorme sensación de felicidad y de haber vivido. Gracias de nuevo y feliz verano! :)
ResponderEliminarFeliz verano, Jordi. Gracias por pasarte ;-)
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