Segundo
día de limpieza general: el dormitorio. El primer puesto en su lista de
prioridades era cambiar el aspecto de las paredes. Antes de empezar ya estaba
cansado, porque el papel –un toile de jouy berenjena que Tere encontraba muy
elegante- estaba pegado a conciencia sobre capas y capas de flores y pautas
geométricas. Intentó levantar una puntita del papel en un lugar discreto, y se dio
cuenta de que sería una labor agotadora y con pocas garantías de éxito. Le
costaría llegar al yeso, así que optó por no arrancarlo aún, y en su lugar ganar
tiempo buscando un color saludable para pintar encima, porque aunque el papel
no estaba perfecto, prefería convivir con unas cuantas burbujas que con todos
aquellos pastores tocando la flauta y aquellas señoras con enaguas, congeladas
en el movimiento pendular de un columpio que no colgaba de ninguna parte. Ya se
taparía las orejas cuando llegara la supervisión de final de mes. Total, no
estaba contenta con nada Tere, así que se sentía con valor para añadir la
pintura a la lista de las decepciones que desgranaba con precisión cronológica
cada vez que algo estaba donde ella pensaba que no debía de estar. Con un poco
de suerte perpetraría la pintura antes de que ella llegara. Iría por la tarde a
comprar imprimación y alguna cubeta de pintura de una capa en color pastel. Dudaba entre el
vainilla y el celeste, pero para qué engañarse, si había un lima de oferta, lo
mismo terminaba dándole un toque tropical. Todo dependería del dependiente, de
su labia y de su stock.
Segunda estación: los armarios. Se subió a una
silla para tener perspectiva de las alturas, y allí sólo encontró más y más
tareas. Sobre el ropero encontró años de juventud metidos en cajas, precintados,
etiquetados. Tenía la impresión de que podía tirarlo todo, porque desde que
dejara aquellas cosas hibernando, hacía ya más de diez años, no había sentido
la necesidad de usar nada de lo que almacenó allí. Sospechaba que todo era
prescindible, puesto que no había necesitado abrir las cajas de nuevo. Sobre
los trastos pensaba Eliseo lo mismo que sobre las personas: si hemos tardado
tanto en vernos, por algo será. Se conoce lo bastante para saber que sus
pertenencias estarían perfectamente ordenadas dentro de aquellos bultos, y que
si algo estaba guardado era porque él lo consideró importante en su momento.
Pero sus metas habían cambiado, y por consiguiente, las herramientas necesarias
para realizarlas, también. Sacó el cúter y cortó los precintos. Como
sospechaba, todo estaba en una especie de puzle armónico. La variedad era
grande. Apuntes. Folletos. Fotocopias de libros que ya tenía. Postales de
viaje. Postales recibidas. Postales devueltas. Había un par de fotos de sus
sobrinos. Los lleva en brazos, regordetes y perfumados, dulces, sonrientes. Tenía
hasta los negativos para hacer copias. Entonces pensaba de sí mismo que sería
un buen padre llegado el caso y que si eso no ocurría no le importaría
preocuparse por el bienestar de los chiquillos de su hermana. También
acariciaba la idea de casarse con una mujer que tuviera un par de niños. Los
iba a querer igual, de eso estaba absolutamente convencido, pero tampoco eso
ocurrió, y como quiera que Tere en este tema fuera con él más arisca de lo que
estaba dispuesto a soportar, fue cortando amarras hasta llegar a su situación
actual. Frente a las cajas se sintió poderoso, pues deshacerse de todo aquel
pasado le haría sentirse más ligero. Se había prometido tirarlo todo para hacer
hueco, en el momento en el que tuviera valor. Y tuvo valor. Y lo tiró todo. Lo apiló
en el pasillo y lo bajó al contenedor sin un ápice de remordimiento. Al hacerlo
ya no era estudiante, opositor o joven promesa de nada. Ya no era el hermano o
el hijo de alguien. Era sólo Eliseo Serrano, pasante en un bufete, licenciado
en derecho y tenía huecos para llenar sobre el armario. Para poder acabar con
todo aquel asunto, salió al balcón con una lata de tomate vacía y metió dentro
unos papelillos que contenían años y años de angustias resumidas en cuatro
palabras que perecerían en breve.
Susana
lleva un rato observándole. Daría un Potosí por saber qué había escrito en esos
papeles, porque antes de hacerlos un gurruño minúsculo, el hombre de la camiseta
arrugada los había leído y se había quedado mirando a la nada con esa cara que tiene a veces, que
no se sabe si está desconectando o muriendo de gozo. Le da que ha visto en la
tele, a esas horas que sólo hay partidas de póker, a una vidente que quema
cosas en botes con la intención de eliminar los sinsabores de los que llaman
desesperados a los números de facturación especial. Susana está convencida de
que la vidente echa algo para que prenda la miseria humana, porque la llama
sale elegante y azul como en un mechero de gas y la cosa arde alegremente,
tanto que cualquier día se soflamará hasta las cejas, y entonces veremos a ver quién lee
los padrastros de los crédulos, esa forma de clarividencia que parece un chiste
del pescadero, pero que es real como la vida misma, esa vida de gotelé y caldo
concentrado a la que Serrano estaba empezando a renunciar. De hecho, Susana le
había visto aparecer en el portal con una bolsa de la que sobresalía algo que
parecía verdura. Lo que daría ella por un hombre cocinillas, después de estar
una vida guisando para hombres que aplastaban las colillas en las tazas del
café después de terminar de comer el menú de currante. Susana estaba cansada
del bar. Aún no se lo había dicho a Paco, pero quería dejarlo. Aún no sabía si
a Paco o al bar. Ya no se acordaba de ellos dos sin un fondo de sofrito, sin el
antigrasa entrándole por la nariz hasta el cerebro, sin esa lista de tareas que
no se acababa y que era como la de la compra, escrita una y otra vez en trozos
de papel reciclado, mayormente en hojas de calendario usadas. Al volver las
listas por el revés veía anotaciones en los días del mes que correspondiera.
Todas las citas del médico. Las ortodoncias. Los pagos. La revisión del coche.
La reunión con el tutor del niño. El banco. La gestoría. Todo eso que no se
puede dejar de ninguna de las maneras y que se hace puntualmente para dejar su
puesto de prioridad a otra cosa que se realiza y deja también de ser
importante, y así, hasta el infinito que se aleja, como el horizonte del
descanso, cada noche. Gracias a prismáticos y telescopio conoce nuevas formas
de vida que le hacen cuestionarse la suya. Reconoce el tedio en cuanto lo ve, y
Eliseo, para ella aún un desconocido sin nombre, estaba realmente enfermo de rutina hasta el día de las
bombillas, en que comenzó una transformación asombrosa. Después vino el frenesí del orden, que la hizo pensar
en tantas y tantas cajas como tenía en el trastero de la terraza, cajas que no
recordaba en absoluto hasta entonces y que iba a distraer poco a poco sin la
ayuda de Paco, en un ejercicio de liberación personal. Le intrigaba cuál había
sido el detonante de aquel cambio de vida que había empezado Eliseo. Susana se
siente contagiada por los actos del vecino sin nombre, y acaba de recordar que
tiene que llevar cuidado, porque Pili es especialista en comportamiento humano
y acecha a las señoras que le piden cajas vacías. Ella opina que ante eso, o te
mudas o te divorcias, o las dos cosas juntas, y ella no estaba preparada para
soportar su tercer grado. Pili la veía desde hace veinte años a las siete menos
cuarto de la mañana, cuando ella se llevaba el pan para los desayunos. A esas horas no se puede mentir
a una amiga. Intentará que vaya Paco, aunque eso lo mismo resulta más
sospechoso… Lo consultará con la almohada, esa almohada de la que Paco ha
tomado posesión. No hay forma de hacer que la suelte sin despertarle, así que Susana
mulle un cojín y se tumba en la cama, en posición de difunta, con las manos y
los pies enlazados. Estoy muerta, se dice con resignación, para cambiar de
posición inmediatamente y ver a Paco, su Paco, desparramadamente feliz y
sereno, soñado cualquier cosa buena, a juzgar por la sonrisa que le posee.
Incluso si se queda mirándolo un rato le ve soltar una carcajada con sordina,
que ganas le dan de despertarle, porque no entiende qué le produce ese estado
de felicidad que ella envidia. Cuando Paco es tan feliz, Susana opta por
levantarse a otear y así dejar pasar las horas hasta que sale Misha y arranca
el coche para ir a la cantera tras unos cuantos intentos, pero esta noche tiene
mala suerte, porque es fiesta y poco o nada se ve moverse desde su posición. Todo
parece en calma. Tras el pequeño aquelarre de Eliseo, la luz se ha apagado y
sólo queda el monitor parpadeando, como una especie de corazón mecánico y
latente que le dice que todo estará a medio gas muchas horas. Qué larga es la
noche, se dice Susana, mientras ve pasar a Pili por la calle. Juraría que la ha
visto. Lo sabrá cuando vaya a recoger el pedido, menuda le espera. Pili nunca
se da por vencida cuando cree que hay algo que averiguar, y ella lleva escrito
en la cara algo que no quiere decir, pero que será hábilmente hilado por la
panadera, a efectos prácticos, la mejor psicoanalista de la galaxia.