La vida se compone de muchas
felicidades. Pocas como la de aprender, sólo comparable a la de amar, tal vez,
y compartir el amor, o mantener a salvo tu camada, poco más. Poco más. Aprender
significa comprender. Saber qué lugar se ocupa en los engranajes celestes,
saber si en el gran sistema que no para de reajustarse, hacemos la labor que
tenemos encomendada. Saber cuál es nuestra labor. Ejercerla con eficacia,
variar nuestro cometido si es preciso. Volver a funcionar en otro hábitat, con
otras personas, con otras metas. Variar esas metas, trazar un plan, otro
alternativo, dos, diez. Aprender de todo ello, siempre. Ser como esa mano
derecha que conversa con la izquierda en una partitura que parece un todo y que
tiene varias lecturas horizontales y verticales. Cuánto colorido adquiere
aquello que se disecciona, cuántas fases, o capas, o motivaciones. Cuántas
emociones en el momento de la revelación que es fecunda y atropellada, en ese
vendaval que no cesa de ideas y de palabras.
Cuánta felicidad hay en la comprensión
de las palabras. Cuánta en su unión, armoniosa, íntima, delicada, irremediable.
Cuánta en la creación, en el proyecto, en la expectativa. Cuánta en los
universos numéricos, en los lenguajes de
la ciencia, en las proporciones del arte complejo, en las soluciones valientes
a los problemas horribles. Cuánta entrega hay en un investigador cada día,
cuánta falta de vanidad en su búsqueda, casi mística, de la raíz de las cosas,
de la comprensión de sus microcosmos, de sus
propios límites.
Cuánto veneno hay en una educación
excelente sólo para ricos (o para blancos, o para payos, o…). Cuánto veneno hay
en provocar esa ceguera social, esa alienación irreparable, esa credulidad, esa
maleabilidad… No hay nada inocente en meter las fauces en la educación. Hay un
plan. Un gran plan cuyas secuelas padecen generaciones enteras. Un plan ideológico escrito hace muchos años. No
hace falta que diga más sobre esto, otros han teorizado sobre este particular con
mejores mimbres. Sólo les transmito mi desazón; este caso de
Cifuentes nos pone sobre la pista de ese asalto que no para. La picaresca y la
desidia, las poltronas, las malas costumbres, esos derechos adquiridos de
aquella manera… Cada nuevo envite contra la educación pública nos saca del
camino de nuestro futuro, que como antes, tampoco ahora está escrito, digan lo
que digan los de siempre. Nos, somos los
que no estábamos llamados y llegamos con unas pesetas en el bolsillo y los ojos
muy muy abiertos, pensando en encontrar, en comprender. Y ahí seguimos, todavía.
Voy a manchar este sitio para decirte que 'esos derechos adquiridos de esa manera',en realidad son los desechos de esta forma de gobernar,
ResponderEliminarUn abrazo grande <8>
Lo son, y lo fueron. Privilegios con raíces hondas. Un abrazo <8>
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