Tras
una noche muy poco emocionante, Eliseo se levanta estirando las puntas de los
pies para llegar hasta las zapatillas. Toma conciencia de su cuerpo poco a
poco, enarcando la espalda, desperezándose sin escatimar ruidos varios,
guturales, caprichosos. Las ventajas de estar solo se miden en estos pequeños
detalles; este pensamiento le proporciona una gran satisfacción y le reafirma
en su idea de que una existencia solitaria es una fuente sin fin de
satisfacciones. Sin ir más lejos, su madre le reprendía muy duramente ese bostezo exagerado y sensual que emitía tras
las comidas. Estar solo es complacerse a uno mismo, hacer lo que el cuerpo pide
en cada momento, se dice un Eliseo en paños menores. Tere ha cogido el testigo
de su madre; le calificaría de salvaje si le viera ahora mismo, rascándose con
deleite, según ella, con la insistencia de un perro pulgoso. Ha dejado el hombre la
persiana levantada, tiene vocación de americano, le gusta pensar que se ha
contagiado de su espíritu práctico. Se ha dado cuenta de que en los telefilmes
no hay persianas en las casas, y eso es lo mismo que decir que son perfectamente
prescindibles. Este argumento le viene de fábula, ahora que la persiana del
balcón no baja y ha logrado nivelarla en la parte superior. Algo que replicar a
Tere cuando se deje caer a final de mes para cerciorarse de que no vive como un salvaje, y de paso compruebe
con rigor casi científico el glorioso chirriar de las bisagras, los cierres que
no cierran y las persianas que no suben o no bajan. Tere viene siempre a final
de mes a ver si se ha muerto. Se lo dice a las vecinas. Cualquier día salgo en
las noticias porque le han encontrado tieso. Tere se ve tapándose la nariz con
un pañuelo y poniéndose una pizca de Viks Vaporub bajo la nariz para no
recordar que somos polvo y que nos convertimos en polvo en un proceso muy poco
edificante. Así es Tere, pura ansiedad anticipatoria, una olla a presión donde
se cuecen los augurios con un chorrito de angostura. Eliseo nunca ha entendido
ese ir por delante, abriendo abanicos de posibilidades que él mismo no sabía
que existían, todas siniestras y rebuscadas. Los hermanos se parecen más de lo
que creen, opina la portera: los dos sienten pena el uno por el otro, y ambos
son felices a su manera, sólo que Tere quisiera volver al solterón un señor y
poder pasear con él por la calle de vez en cuando, desterrando el hule y el Hola
y Eliseo sueña con echar a Tere de menos en el sentido bueno del término, es
decir, hacer él por verla a ella, en lugar de suspirar con fastidio cuando la
escucha subir los escalones como un pajarito y tocar con los nudillos la
puerta, aunque haya un timbre con un ding dong muy cuco. Eliseo cree que da a
la puerta por no darle a él. Hay en su gesto un toque agresivo que tiene que
ver más con el fastidio que con la impaciencia. A fuerza de años de este aporrear
la puerta hay en el barniz un algo deslucido que evidencia la presencia remota
de la hermana, como esos círculos que se quedan en la pared, como auras,
justamente encima de las sillas de las salas de espera, y que empujaban a
nuestro héroe a esperar siempre de pie o sentado con muy poco sosiego en los
lugares públicos, con una especie de reparo que no era asco, era más bien un
desasosiego parecido al que le invadía al ver la raya negra que dejaba el perro
de su vecina en la pintura de la escalera, cuando bajaba nervioso por razones
obvias, restregándose contra la pared. Esos círculos grasientos, dibujados a la misma
distancia, eran el testimonio de muchas horas de espera. Cabezas aceitosas y
pesarosas. Cabezas de pelo cardado y escaso. Cabezas donde bulle todo tipo de
especulaciones y que caen hacia delante un tiempo, para dejarse vencer más
tarde, hasta que alguien recita un nombre y la laxitud se vuelve energía, y el
sueño vigilancia. Cualquiera ha estado así, esperando una noticia que es mejor que no llegue. Eliseo
era un hombre que esperaba pacientemente, pero aún no sabía qué. Cuando era un
adolescente indolente, ante las preguntas insistentes de su madre, sólo decía
una frase con ese aire misterioso que entonces invitaba a la colleja: voy a
dejar que la vida me sorprenda. Su madre, decepcionada, siempre contestaba lo
mismo: la vida no sorprende, atropella.
Eliseo se ha levantado de buen humor y
se mira al espejo, satisfecho de sí mismo. Se pellizca la barriga blancuzca que
hay bajo una camiseta de Instalaciones eléctricas Conquer como queriendo
averiguar cuánto le sobra. Definitivamente está muy bien, aunque tiene que
tomar más el sol. Ha decidido que con esa camiseta y un vaquero puede ir por el
pan. No ha reparado, en su indulgencia habitual, en esas arrugas paralelas que
llenan la espalda de la prenda, plegada como un acordeón durante bastantes
horas de sueño. Serán la comidilla de la parroquia de Pili, la panadera cañón que le venderá dos
baguettes de masa congelada y crujiente, ese tipo de pan que un señor muy serio
calificó en la tele como “porquería calentita”. También hay que tener ganas de
ofender, se dijo en ese momento Eliseo, y se juró ser fiel al afrancesamiento
de la masa prehorneada y a los tobillos de Pili, que eran como una unidad
estética, apetitosa y cálida, mullida, dorada y alimenticia. Eliseo, de natural confiado y poco dado a
profundizar, pensó que era simpático que un sujeto como él, estancado en los
cuarenta y tantos desde hace veinte, fuera con aire casual a llevarse el
desayuno que ella le daba en mano con aquellos guantes guateados de estampado
británico que constituían un puente insalvable entre el uno y el otro. Intentó retener su mirada cuando ella
le dio el cambio, pero fue inútil. Nunca se rozarán nuestras manos, pensó, en
un arrebato de almíbar insoportable. Notó como varios pares de ojos le seguían
con curiosidad mientras salía de la panadería, rumbo a casa. Tal vez su
pensamiento era evidente, y esa idea le hizo enrojecer. No le pasó por la mente
que a veces se mira sin calidad, y que es aburrimiento y nada más lo que guía
la mirada del otro. Antes morir que hablar con ella de otra cosa que no fuera
pan, se dijo. El ascensor le devolvió la imagen de un hombre cansado que
parecía haber pasado la noche huyendo de alguien. Es mortal este plafón de led,
pensó, amenazado por la verdad evidente del espejo limpísimo que aún olía a
limpiacristales. Tuvo una revelación entonces, cuando reparó en que en su casa la luz era mortecina
y amarillenta. Tal vez si cambiaba las bobillas empezaría a ver las cosas más
claras. Tomó medidas y esa misma tarde, armado de escalera de aluminio, la luz,
al fin, se hizo.
Tras
un rato de maniobras en las alturas, encendió las luces, orgulloso. Podía hacer
lo que quisiera en esa claridad que casi hacía daño. Se veían los desconchones
de la pared, a la altura de los sofás. Muchos años de roce sin cariño habían
desgastado el gotelé dejando el yeso a la vista. Tal vez tendría que poner un
friso, uno elegante, como de consulta de pediatra. Los muebles también tenían
una tonalidad diferente, y la indiscreción de esa nueva claridad dejaba al aire
vergüenzas varias, como la cochambre del canteado de los muebles de melanina o
las manchas en el latón de los tiradores del
buffet, que recordaba como señoriales y elegantes y que habían mutado en
baratijas por obra y gracia de las luminarias de bajo consumo. Se sentó en el
sofá a mirar el panorama y no pudo menos que sentir una aplastante sensación de
desánimo. Tenía trabajo para tiempo, así que comenzó por quitar un montón de
revistas atrasasdas de una mesa de café que siempre estaba en el mismo sitio,
una mesa que había adquirido un paño opaco y dudoso que hizo desaparecer con un
limpiador alcohólico y expeditivo. Las revistas también estaban para tirar, así
que hizo un montón en el pasillo para bajarlas al reciclaje. Durante varias
horas, Susana contempló la actividad febril del vecino del bloque 20, que ya no
era un vecino cualquiera, porque en aquel edificio casi soviético todas las
persianas estaban echadas menos la suya y la luz también era distinta. Parecía
que no le diera miedo que alguien como ella fisgara sus miserias. Se había
agenciado un telescopio de su sobrino, aprovechando una limpieza general, y con
él supo que el hule ahora ya no era aquel herido por las colillas. En su lugar
había uno que simulaba etiquetas de hotel antiguas, más propio de un piso de
estudiantes que de un señor de sus años, aunque en esas horas laboriosas no
hubiera sabido decir Susana la edad de su vecino, viéndole correr mocho aquí,
bayeta allá. Hacia las tres de la mañana Eliseo hizo un descanso, y reparó en
que tampoco Susana dormía, y que podía verle perfectamente con sus nuevas
bombillas. Tuvo entonces un sentimiento nuevo. Le daba igual que le vieran.
Tenía el comedor hecho un primor.
Que siga la historia, me he enganchado
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