Es esa brisa que se
desvanece. Un día tras otro. Las respiraciones quedan diluidas en el aire. El
aire que exhalamos y que otros respiran. El aire que embellece el rosal y mece
el mimbre.
Es otra vez esa brisa
desmayada la que me trae de vuelta al recuerdo, desvaído como ese aire, y me
deja perpleja en mitad de un lugar familiar, medio vacío, demasiado tranquilo,
extrañamente quieto.
Nadie dice una palabra.
Parece que la alegría nos envuelve, pero se abre paso algo sin nombre, algo que
es como un humo entre nosotros y la felicidad verdadera, la felicidad de la
inocencia y la plenitud, la de los niños que fuimos, en esa misma casa, donde
ya nadie sale al encuentro.
Qué grande se ha hecho el huerto,
sin nadie con quién tropezar estos días. Se puede hablar muy fuerte y nadie
saldrá a buscarte. Esa certeza es rotunda, como el sabor de la piel de la
clementina que arranco poco a poco, haciendo un homenaje a esos sonidos que van
y vienen a su antojo.
Un limón y una naranja dulce.
Una lima. Una sanguina, aún verde. El agrio, alfombrándolo todo, mecido como un
mar en calma, sólo interrumpido por los pasos que van y vienen. Pasan los coches
muy cerca y ni ellos pueden romper este aire que nos rodea, como una campana de
cristal de aquellas que guardaban los bombones y que levantábamos con sumo
cuidado en días como estos días, hace demasiados años, cuando éramos los más pequeños, cuando la casa estaba llena.
Los recuerdos...
ResponderEliminarCómo atacan...
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