He sentido una certeza dolorosa.
La lejanía ha estado un momento
entre nosotros. Entre todos nosotros, por un instante, ha habido una distancia
inabarcable. Ha sido sólo un momento. Uno ha mirado hacia un lado. El otro,
hacia el opuesto. Cada cual ocupado en sus cosas, extremadamente importantes.
Así son esos asuntos que nos absorben: ineludibles. Advertidos estábamos todos,
sin decir una palabra, al mirarnos de soslayo, sin esperar más palabras que las
escritas a toda prisa, enviadas a otros, contestadas por otros tantos tal vez.
No lo sé. No soy receptora de esas palabras.
He notado cómo el frío me dejaba
inerte como una estatua. De tanto esperar que me mires, me he quedado como los
ojos de los colosos, vacíos de vida si se observan muy de cerca. Y el caso es,
que si lo piensas, nadie mira a los ojos a las estatuas. Miramos desde abajo su
figura, exploramos el conjunto, pero su rostro está sacado de los libros, como
los techos del Vaticano, como esas nubes y esas estrellas y todo eso que ocurre
lejos, lejos, como estamos ahora, rodilla con rodilla, pero muy lejos.
He hecho ademán de levantarme. Me
habéis retenido con dulzura. No te vayas, y me quedo. Hay un espacio que ha
desaparecido y me quedo, esperando esa
mirada, pero sin prisa, sin frío, sin duelo. Habéis terminado vuestras cuitas y
me decís cosas corrientes, de esas que construyen la vida, para cimentarme al
suelo que pisáis un día y otro a mi lado. Mi suelo, mi vida, mis horas. He
notado, por un momento, que he hecho bien en estar sentada un poco más, para
recibir el regalo de la sonrisa, esperando como se espera una ola. Poco a poco.
Sin prisa.
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