Como
le digo, Marta tiene amigos por internet. Ellos la comprenden y la dejan ser
quien quiere ser. Como yo lo veo, la amistad virtual no es demasiado exigente.
Se basa en agradar, en epatar, en llenar ese hueco que siempre tiene el otro en
el corazón. A veces la leo, y es otra Marta a mi Marta. En las redes es más
jovial, más bromista, más fresca. Si yo no supiera que es ella, me gustaría ser
su amigo. A veces he tenido la tentación de hacerme una cuenta para entrarle al
trapo, participar de su alegría, o mandarle canciones de amor. Me arrepiento
rápido y me sonrojo pensando en que pueda reconocerme, porque ella es lista
como ella sola. Me diría, “no engañas ni a la muerte, lebrel”, y yo me querría
morir pensando en que allí sería yo el que estuviera perdido sin saber por
primera vez lo que decirle.
Se
ha puesto una foto de las últimas vacaciones. Se la hice yo, por lo tanto, yo
no estoy con ella. Últimamente siempre hago yo las fotos, no porque ella no
quiera salir conmigo, sino porque cuando llega el momento de sacarla, empiezo a
mirar por el objetivo y siento que no merezco estar ahí con ella, como si el
espacio le perteneciera por derecho. Me
niego y ella protesta, y a veces se pone seria hasta que poso con desgana.
Aclaro, llegado a este punto, que sobre este asunto y otros más mollares, ella
no recela, ella sabe.
Ella
lo sabe todo. La engañé una vez. Lo supo el mismo día, estuvo triste, mustia.
Durmió en el sofá y no le pregunté por qué. Se quedó allí, enrollada en una
manta, con el aplomo que da el convencimiento. Su espalda es frágil y volvió a
la cama la noche siguiente. Ni me dijo ni le dije durante dos semanas.
Dos
semanas más tarde me abrazó en la playa. Se acabó el vacío en ese instante. En
ese momento supe que aún la quería. No como cuando nos casamos, no como cuando
éramos jóvenes. Un momento de consciencia en mitad del caos. Uno engaña porque
quiere una vida distinta, ser otro, tener una ilusión incombustible, explorar
los abismos y llegar, irremediablemente, a la estupidez. Si uno abunda en esa
senda acaba comprándose una moto enorme o teniendo una criatura a destiempo. Mi
amante fue sólo el vehículo de un exorcismo cutre que acabó sin explicaciones.
Ella no las necesitaba tampoco. Mi libertad consistió en una tarde tórrida que
se esfumó al coger Marta mi ropa y arrojarla al fondo de la lavadora con
desprecio. Se quedó mirando el tambor mientras giraba. Cuando acabó el ciclo
sacó la colada y la tiró a la basura dentro de una bolsa.
Debe
ser así como se siente uno cuando le cortan la cabeza.
Tal cual. Genial, como siempre disfruto mucho leyendo tus escritos. Un abrazo, virtual,naturalmente, pero no por eso menos sincero.
ResponderEliminarYo siempre con Marta. Abrazo grande 😘
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