miércoles, 13 de octubre de 2021

Ruidos de fondo

Suenan blasfemias a través mi ventana, blasfemias emitidas como expresión de alegría, como elevación de la vulgaridad que todo lo invade, diría mi confesor si lo tuviera, si yo creyera en la salvación, si yo pensara que las palabras de alguien pueden ser blasfemias en su sentido literal. Estiro el cuello y alcanzo a ver una silueta que avanza elástica hacia el bar. Vamoooos, dice el que le sigue, en una especie de cross popular que acaba en el extremo de la calle donde todo se ha bebido, fumado y reído. Músicas de cualquier género, a todo trapo, para ilustrar la alegría que se viste de ruido como las señoras mayores de domingo, como los niños repollo, como los perritos de pelu y como los coches que llevan una cintita cuca en la punta de la antena. Aún los hay, sí.

Suena música de baile, muy fuerte, tanto que me vibra el pecho y eso no puede ser bueno, apunta alguien más mayor que yo, con un umbral de perturbación sensiblemente menor. Eso no puede ser bueno, me dice mientras abrazo al gato que tiene ojos de faro de autobús, porque un gato no entiende de cohetes, de motos, ni de verbenas, porque un gato nace con las patitas acolchadas para no hacer ruido y cazar cualquier cosa con patas o alas, o las dos cosas, o que perturbe el aire. Abrazo al gato por una cuestión de supervivencia coronaria, y sigo porque él se abandona y ronronea a pesar del merengue y los decibelios, y es otra vez mío y no yo suya, que viene a ser lo habitual.

Le dejo uno de mis auriculares cerca de la oreja parabólica y la suite francesa de Bach entra en su naturaleza felina con éxito de público y crítica. Llega el allegro y salta. No se puede tener todo. Me deja a cambio unos pelillos que iré quitándome poco a poco hasta que logre encontrar el cepillo que está donde las llaves: en cualquier parte que es ninguna, porque lo que se pierde es aquello que no tenía un lugar propio en nuestra mente, lo mismo da para un destornillador que para un amor de juventud. Ayer le vi. Basta decir que no me reconoció y me dije: ya no soy la misma y eso es bueno.

Pasa el blasfemo de vuelta. O será otro, todos se parecen bastante, y mi gato le mira sentado en la ventana con el rabo enrollado alrededor del cuerpo. Da con las llaves en la ventana para asustarle y soy yo la que salta de la silla al pensar en el cristal picado por este desconocido que ha dado una patada a la puerta del garaje en su recorrido triunfal hasta el coche que le llevará a hacer algo de vital importancia. Espero que se vaya y evalúo daños. Una bebida pegajosa en el portal, una huella de deportiva en la puerta, nada en la ventana. Aún podemos darnos por satisfechos. Tiene los pies pequeños como todo lo demás. Mi gato bosteza y se acuesta mientras echo un cubo de agua antes que se sequen las manchas de refresco. Vuelve mientras tanto el autor y a mi altura se para a ver cómo limpio. Le echo la lejía encima y me voy riéndome…

Vuelvo de mi viaje. Me he vuelto rascador y no me gusta. Me quedé absorta tras la patada al portón. Me sorprendió mi cerebro con un final alternativo de los últimos minutos. Mi gato me mira como queriendo entender qué le pasa a la humana, qué le pasa por la cabeza y a dónde va cuando al fin se levanta y cierra la puerta tras ella. Y por qué se ha dejado las llaves.

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