Paca
baja la escalera pasando la mano por la barandilla de madera con remates de
color bronce. Es bonita la escalera, quizá un poco estrecha, quizá un poco
antigua. No cabe ni una camilla ni un ataúd.
De allí a un muerto hay que bajarlo como en una expedición, colgado de
un cable con dos mosquetones. Le parece carente de clase, el tipo de cosa que
hace que un funeral pase de solemne a chusco en un minuto. El traslado de Manel
será en una caja buena, ese es su deseo. Si se muere en casa de su amante
deberá aguantar el choteo del barrio. Le parece escuchar a Amalio, que tiene el
maillot a la regularidad en el bar de la esquina.
-…Y
se quedó muñeco en casa de la querida y le bajaron como a un atún de exposición,
hecho mojama, colgando de una cuerda. Tanto traje del tinte y tanta corbata p’acabar así…
Luis,
al salir del bar, sacude la cabeza como un animalillo mojado. La milonga que
suena dentro de Paca le ha entrado en la cabeza por la piel. Unas partículas
etéreas y fragantes han llegado hasta él a través de la calle. Vienen volando
desde la ventana del primer piso, donde Paca, al subir la persiana esta mañana,
no reparó en que quedaba una nubecilla prendida en sus suspiros que sabía a mandarina hindú, ciruela, naranja
sanguina, manzana y bergamota.
En la
calle, mientras aspiraba el aire cargado de CO2, volcó unas notas de orquídea,
fresa, muguete y rosa. Sobre su piel quedó un ánima de mimosa, azucena, magnolia, ámbar y almizcle.
Qué cosas tiene la química que convierte un matojo en ese corazón desbocado, en
ese erizarse la piel, en ese querer matar al marido. Qué cosas y qué misterios
tienen esas probetas probatorias, esos palitos de cartón que agitaban las
señoras en esos días en los que podía una elegir un perfume carísimo que nunca
se llegaba a comprar.
El
mecánico, ante el asombro de un perro
que le estudia, un perro con algo de bulldog, que es todo nariz, atrapa con su
pituitaria la fragancia de la mujer, y de paso, con sus orejas velludas, el
siseo de las medias de Paca, junto con ese perfume que ya está sólo en su piel.
El bulldog sabe que el hombre olfatea con urgencia la sensualidad vestida de
flores y maderas, de fruta y hojas verdes.
Ha quedado el perro gratamente sorprendido por los sentidos del hombre,
es tan eficiente su olfato que parece perro. Mueve la cola con insistencia y se
sienta al lado de su pierna desde hace dos meses. Luis no entiende qué hace el
perro de Martín el del kiosko allí,
sentado como si fuera suyo, presumiendo de dueño ante los otros perros. El
bulldog Rico es un perro al que le gusta quedarse quieto esperando que se
disipe la contaminación del cielo y llegue por sorpresa un algo de mar. Luis
también añora el mar, el batir de las olas, y la arena por todas partes.
“Mientras queda arena es verano”, decía su mujer. Luis la nombra para él,
bajito, y el perro sabe que este hombre le está necesitando, no como Martín.
Martín le encontró en una caja con un gran lazo. Se lo regaló su exmujer porque
pensó que le haría bien; ella pensó que el perro aliviaría la soledad del
hombre cuando ella no estuviera. Se lo regaló obviamente antes de separarse.
Hasta que se fue, ella le paseaba, ella
le daba croquetas de ternera, ella le rascaba con una mano mientras sujetaba un
libro con la otra. Pero desde que se fue el ama, vaga por la calle haciendo el
recorrido que hay del kiosko al taller y del taller al kiosko. Rico hace tiempo
que admitió que su amo no está por la labor de darle conversación y aventuras,
y emigra hasta el taller porque Luis le deja sentarse en la puerta. Luis sería
un buen amo, nadie le molesta, nada le estorba. No es territorial y le deja ponerse
donde quiera. Vadea los trastos, no cuadricula los espacios, porque cuando
alguien ha dejado una cosa fuera del sitio, por algo será. El mecánico
olfateador no recoge nada del suelo, porque el que pierde algo siempre vuelve
sobre sus pasos. El mecánico ve las monedas abandonadas y no se agacha, las
deja para que algún chiquillo las coja y se vaya sacándoles brillo, más
contento que unas castañuelas. Sabe el animal que ese humano mordería ahora
mismo si supiera quién es el que le birló a su mujer y con ella un lado
caliente en la cama, una sopa por la noche, un beso algunos días –tampoco
muchos-, y se va con el rabo entre las piernas cortas y diligentes,
agradeciendo no ser el maldito que hizo
del mecánico Luis, el del chaflán que marcaba cada mañana, un cornudo
solitario.
El
perro, a fuerza de olisquearlo todo, detecta que el mecánico de la esquina
huele a formol y a sangre, a sopa de sobre y a orfidal, que es casi la entrada
a los infiernos para un animal que como él detecta millones de matices en un
litro de aire. Le gusta Luis, es amable y le da alguna chuchería, le rasca la
cabeza, le deja acostarse sobre sus pies. Luis no come casi carne, eso un perro
también lo sabe por el olfato. Un perro valora que un hombre le mire con ojos
de camarada. Luis sabe que el perro es muy inteligente, mucho más que su dueño.
Luis afirma que hay tres clases de animales a los que solamente les falta
hablar:
-Los
perros, los caballos y las vacas son casi como humanos. Me da cosa comer vaca o
caballo. Los tres tienen unos ojos enormes y lloran…
Hay
un conato de risa floja en el bar que se corta de raíz cuando un hombre que
siempre está allí y que nadie sabe cómo se llama apoya la idea de Luis:
-Las
vacas lloran. Y los caballos. Los perros ya son cosa aparte, son superiores a
los hombres.
-¿Y
los gatos?
La
perorata ha despertado la atención del grupo que ya no sonríe.
-Los
gatos son tan humanos que dan miedo.
El
perro Rico está satisfecho con lo que se ha dicho en el bar, y hubiera invitado
a un café a su dueño ocasional. Aún así ha de abandonarle antes que ocurra eso
que trae el aire, que es dulzón y pesado como una brisa de primavera. Una
primavera le molieron a palos. El dueño de su madre tenía un instinto brutal y
agarró del pelo a una chiquilla; el padre de la chiquilla, al encontrarla con
la mirada desgarrada la emprendió a patadas con el bulldog y con su dueño. Le
metió en una caja una mujer de verde que olía a pólvora y le llevó a casa de
Martín.
Rico hoy
no mueve el rabo, porque huele a fruta y a pólvora, a sangre y a tabaco, a
desvelo, a rabia. Algo malo va a pasar, lo percibe perrunamente y eso es tanto
como decir que va a suceder sin que nadie pueda evitarlo. Rico es listo y sabe
que lo mejor que puede hacer es irse a la otra esquina porque allí sólo olía a
tristeza y todo el mundo sabe que las amarguras se enganchan a los poros y a
los lagrimales, a los músculos y a las neuronas, paralizándolas hasta que dejan
de funcionar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario