domingo, 18 de noviembre de 2018

Liberame, domine (6)


Luis se ha jurado solemnemente que no ayudará a asesinar a Manel, que no será coartada de nadie y que en caso de que haya un sobresalto cantará como un jilguero. Para eso fue a la Guardia Civil y quedó como un panoli contando la historia de la mujer que estaba esperando una señal. Tiene el  ticket aún y piensa que algún día, algún día Paca dará un campanazo y la sargento se acordará de él, un pobre hombre lleno de miedos, deslumbrado por los brazos tatuados y fibrosos del cabo.
Una voz le saca de su pensamiento:

-Dime la verdad, Luis. Tú me observas por algo.

No ha sentido la necesidad de saludar, eso es lo menos importante. Paca se ha plantado en el taller para interrogar a Luis, vestida con un chándal rosa. Paca tiene un chándal bueno para  cuando hay que ir de sport o al campo que para ella es como decir al submundo. Paca no se mancha de nada si puede. Ni de tierra ni de agua. Tampoco se mancha dándole la mano a nadie. Las manos llevan gérmenes, los gérmenes enfermedades. Su chándal le viene de perlas para caminar por la ciudad estos días en los que Manel está arreglando los documentos que le permitirán un retiro prematuro y ligeramente dorado. Le ha dicho que  bajaba a caminar un rato, pero sus zapatillas con cámara de aire la habían traído hasta la puerta del mecánico, que siente como un revolvérsele las tripas cuando la siente cerca. Rico y él están con las orejas tiesas cuando Paca llega, porque aunque aparente serenidad, algo dentro de ella anda muy mal, muy mal.
 Luis se limpió las manos grasientas en un trapo sin apenas levantar la cabeza, y por el rabillo del ojo vio allí mismo a Paca, plantada, derecha, firme como una roca.

-Hola Paca. Yo no observo a nadie. Tú sí que sacas la cabeza por la ventana y oteas. Yo no puedo cambiar de sitio el taller.

Se dice que ha estado firme y que era para tomar en serio su tono. Paca estaba muy bien, mirándola de abajo a arriba. Olía bien, llevaba un chándal en tonos pastel, todo en ella era correcto. O no.

Paca sabe que el mecánico la ha olfateado como ese perro de patas cortas que le acompaña, y ese estado de alerta le prepara para contestar.

-Pero tú sabes mucho ¿te envía Manel?

Paca empieza a agobiar al hombre que no sabe bien qué ha de hacer. Cada vez habla más fuerte y se acerca más. 


-Uy, uy uy… Quieres gresca y yo tengo faena, y no tengo ganas, Paca. Has venido a verme Dios sabe por qué. Y que conste: yo no hablo con Manel más que lo justo.

Luis se ha ido yendo poco a poco hacia el fondo del taller con la esperanza de que Paca, a fuerza de no sacar nada en claro, también se vaya yendo, pero eso no sucede y la mujer avanza muy poco a poco pero sin parar, derecha a él, sin parpadear.  Para Luis, Manel era  un flojo y un sinvergüenza, pero a pesar de todo, no le daba el repelús que le daba Paca. Manel era un flojo por haber perdido a Paca, por seguir pegándosela, por estar media vida malviviendo en  pensiones y pisos de otras. Era, sobre todas las cosas, un vividor. Alguien que disfrutaba así de la vida no tenía el instinto de matar, incluso cree que lo consideraría una pérdida de tiempo. Y Paca… Paca se estaba volviendo loca.

Se escucha decírselo y reniega de sí mismo. No le gusta hablar así, pensar así. Loca. Qué palabra más fea. A su madre la llamaron loca por largarse con lo puesto, con él colgado en la cadera y dos mil pesetas. Loca. Loca por salvar el pellejo, en cualquier caso. Paca no era de esas locas, Paca era correosa, viscosa como unas arenas movedizas, y ahora mismo le está clavando el índice rítmicamente en el hombro, sacándolo de su reflexión.

-No quiero que me amargues la vida con esas historias que te llevas, siempre hablando con el municipal en el bar, con la iluminada esa del yoga.

-Yo tengo amistades, y hablo con quien quiero. Prueba a salir con Carme. Prueba a llamarla y a contarle esta movida que te llevas entre manos, y verás qué risa, o qué miedo. En serio, Paca, ella te quiere: habla con ella.

-Te vi cuando fuiste a la Guardia Civil ¿te pensabas que no me enteraría?

Esta última pregunta ha dado un bofetón al hombre que no sabe quién le ha traicionado. O tal vez no haya sido nadie. Pero diría que alguien se ha ido de la lengua contando una gracia.

Paca habla flojito y camina despacio, midiendo el tiempo para causar terror en el hombre que la ve avanzar inexorable hasta él. Quisiera, pobre diablo,  poder salir por la ventana, pero está lejos, quisiera apartarla de un empellón, pero está como paralizado, con los brazos tensos, las mandíbulas apretadas. Una punzada le atraviesa el oído, rechina un poco los dientes al verse perdido.

Está sobrecogido al ver su mirada glacial. No contesta, no puede. No le sale nada del cuerpo. Paca está frente a él, bloqueando con su cuerpo la puerta. Paca está fuera de la realidad. Él apenas la mira, ella le repele. Paca fue aminorando la distancia que la separaba del hombre. Era desordenado, tenía las herramientas fuera del panel. Un panel que llevaba hasta los dibujos de las herramientas que faltaban, que eran casi todas, porque estaban esparcidas por una mesa de trabajo en la que reinaba el caos. Paca se hace con una de las herramientas:

-¿Esto qué es?

-Una llave grifa.

Luis está aterido, no puede articular las piernas.
Paca lleva la llave grifa en la mano, la mira con arrobo.

-Me recuerda un colgante que me compró Manel en Egipto. Fuimos a una tienda que se llamaba “Jordi” ¿Te lo puedes creer? ¡Jordi!... estaba barato el oro y Manel me compró un colgante de un pájaro. Dicen que era un halcón…

-Eso ya da igual, Paca. Anda, déjame, que me voy a cenar al bar.

-¿Has quedado con el policía?

El hombre intenta salir sin éxito, apartando a Paca, apenas rozándola con la mano. Un minuto después, Paca se lava las manos con cuidado, no quiere descascarillarse las uñas intentando quitarse la suciedad y la sangre de Luis. La llave grifa le ha venido de perlas. Su pico rapaz avanzó hasta el rostro del marido despechado, dominado por un ojo acusador de color ámbar, pequeño y gelatinoso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario