Luis
se ha jurado solemnemente que no ayudará a asesinar a Manel, que no será
coartada de nadie y que en caso de que haya un sobresalto cantará como un
jilguero. Para eso fue a la Guardia Civil y quedó como un panoli contando la
historia de la mujer que estaba esperando una señal. Tiene el ticket aún y piensa que algún día, algún día
Paca dará un campanazo y la sargento se acordará de él, un pobre hombre lleno
de miedos, deslumbrado por los brazos tatuados y fibrosos del cabo.
Una
voz le saca de su pensamiento:
-Dime
la verdad, Luis. Tú me observas por algo.
No ha
sentido la necesidad de saludar, eso es lo menos importante. Paca se ha
plantado en el taller para interrogar a Luis, vestida con un chándal rosa. Paca
tiene un chándal bueno para cuando hay
que ir de sport o al campo que para ella es como decir al submundo. Paca no se
mancha de nada si puede. Ni de tierra ni de agua. Tampoco se mancha dándole la
mano a nadie. Las manos llevan gérmenes, los gérmenes enfermedades. Su chándal
le viene de perlas para caminar por la ciudad estos días en los que Manel está
arreglando los documentos que le permitirán un retiro prematuro y ligeramente
dorado. Le ha dicho que bajaba a caminar
un rato, pero sus zapatillas con cámara de aire la habían traído hasta la
puerta del mecánico, que siente como un revolvérsele las tripas cuando la
siente cerca. Rico y él están con las orejas tiesas cuando Paca llega, porque
aunque aparente serenidad, algo dentro de ella anda muy mal, muy mal.
Luis se
limpió las manos grasientas en un trapo sin apenas levantar la cabeza, y por el
rabillo del ojo vio allí mismo a Paca, plantada, derecha, firme como una roca.
-Hola
Paca. Yo no observo a nadie. Tú sí que sacas la cabeza por la ventana y oteas.
Yo no puedo cambiar de sitio el taller.
Se
dice que ha estado firme y que era para tomar en serio su tono. Paca estaba muy
bien, mirándola de abajo a arriba. Olía bien, llevaba un chándal en tonos
pastel, todo en ella era correcto. O no.
Paca
sabe que el mecánico la ha olfateado como ese perro de patas cortas que le
acompaña, y ese estado de alerta le prepara para contestar.
-Pero
tú sabes mucho ¿te envía Manel?
Paca
empieza a agobiar al hombre que no sabe bien qué ha de hacer. Cada vez habla
más fuerte y se acerca más.
-Uy,
uy uy… Quieres gresca y yo tengo faena, y no tengo ganas, Paca. Has venido a
verme Dios sabe por qué. Y que conste: yo no hablo con Manel más que lo justo.
Luis
se ha ido yendo poco a poco hacia el fondo del taller con la esperanza de que
Paca, a fuerza de no sacar nada en claro, también se vaya yendo, pero eso no
sucede y la mujer avanza muy poco a poco pero sin parar, derecha a él, sin
parpadear. Para Luis, Manel era un flojo y un sinvergüenza, pero a pesar de
todo, no le daba el repelús que le daba Paca. Manel era un flojo por haber
perdido a Paca, por seguir pegándosela, por estar media vida malviviendo en pensiones y pisos de otras. Era, sobre todas
las cosas, un vividor. Alguien que disfrutaba así de la vida no tenía el
instinto de matar, incluso cree que lo consideraría una pérdida de tiempo. Y
Paca… Paca se estaba volviendo loca.
Se
escucha decírselo y reniega de sí mismo. No le gusta hablar así, pensar así.
Loca. Qué palabra más fea. A su madre la llamaron loca por largarse con lo
puesto, con él colgado en la cadera y dos mil pesetas. Loca. Loca por salvar el
pellejo, en cualquier caso. Paca no era de esas locas, Paca era correosa,
viscosa como unas arenas movedizas, y ahora mismo le está clavando el índice
rítmicamente en el hombro, sacándolo de su reflexión.
-No
quiero que me amargues la vida con esas historias que te llevas, siempre
hablando con el municipal en el bar, con la iluminada esa del yoga.
-Yo
tengo amistades, y hablo con quien quiero. Prueba a salir con Carme. Prueba a
llamarla y a contarle esta movida que te llevas entre manos, y verás qué risa,
o qué miedo. En serio, Paca, ella te quiere: habla con ella.
-Te
vi cuando fuiste a la Guardia Civil ¿te pensabas que no me enteraría?
Esta
última pregunta ha dado un bofetón al hombre que no sabe quién le ha
traicionado. O tal vez no haya sido nadie. Pero diría que alguien se ha ido de
la lengua contando una gracia.
Paca
habla flojito y camina despacio, midiendo el tiempo para causar terror en el
hombre que la ve avanzar inexorable hasta él. Quisiera, pobre diablo, poder salir por la ventana, pero está lejos,
quisiera apartarla de un empellón, pero está como paralizado, con los brazos
tensos, las mandíbulas apretadas. Una punzada le atraviesa el oído, rechina un
poco los dientes al verse perdido.
Está
sobrecogido al ver su mirada glacial. No contesta, no puede. No le sale nada
del cuerpo. Paca está frente a él, bloqueando con su cuerpo la puerta. Paca
está fuera de la realidad. Él apenas la mira, ella le repele. Paca fue
aminorando la distancia que la separaba del hombre. Era desordenado, tenía las
herramientas fuera del panel. Un panel que llevaba hasta los dibujos de las
herramientas que faltaban, que eran casi todas, porque estaban esparcidas por
una mesa de trabajo en la que reinaba el caos. Paca se hace con una de las
herramientas:
-¿Esto
qué es?
-Una
llave grifa.
Luis
está aterido, no puede articular las piernas.
Paca
lleva la llave grifa en la mano, la mira con arrobo.
-Me
recuerda un colgante que me compró Manel en Egipto. Fuimos a una tienda que se
llamaba “Jordi” ¿Te lo puedes creer? ¡Jordi!... estaba barato el oro y Manel me
compró un colgante de un pájaro. Dicen que era un halcón…
-Eso
ya da igual, Paca. Anda, déjame, que me voy a cenar al bar.
-¿Has
quedado con el policía?
El
hombre intenta salir sin éxito, apartando a Paca, apenas rozándola con la mano.
Un minuto después, Paca se lava las manos con cuidado, no quiere descascarillarse
las uñas intentando quitarse la suciedad y la sangre de Luis. La llave grifa le
ha venido de perlas. Su pico rapaz avanzó hasta el rostro del marido despechado,
dominado por un ojo acusador de color ámbar, pequeño y gelatinoso.
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