lunes, 26 de noviembre de 2018

Liberame, domine (7)


La llave se quedó con ella; le murmuraba desde el bolso que bien empleado le estaba, por haberla seguido, por haberla espiado. Por creer que él era mejor que Manel y haberla llevado al delirio, citándola desde el taller cada día, dándole ideas para convertirla en una asesina. Sin él ella sería feliz, no hubiera pensado en quedarse viuda por lo criminal. Paca se decía que era una mujer normal antes de conocer a Luis Gonzaga Segura, maestro industrial, un tipo corriente que yace bajo la mesa escritorio de formica con la cara llena de sangre, ignorando el teléfono que le reclama con urgencia. Una mujer deja un mensaje preocupado en el buzón de voz. El mecánico se había decidido a tener una cita esa noche. Se había cortado el pelo y se había afeitado con cuidado. Paca detectó el cambio: sabe en su fuero interno con una rotundidad que asusta que Luis la estaba esperando ¡a ella! para poseerla violentamente, o muy violentamente, eso sí que no lo tiene claro. Luis la deseaba, por eso no paraba de mirarla desde la puerta del taller, para citarla, para llevarla a la deriva.
Si ella hubiera sucumbido, si ella hubiera sido capaz de dar todo su amor a aquel espantajo, piensa Paca que no hubiera tenido vida para arrepentirse del escarnio que supondría sentirse ligada a él, con sus costumbres molestas, su conversación insulsa y ese aire a pobre que tanto la desagradaba. Después de haberse entregado ella, estaría atrapada, y ella se sentiría vendida, porque en cualquier momento podría contar su historia a  aquellos hombres que estaban pegados a la barra del bar, siempre en la misma posición, sin hacer nada. Todos los flojos del barrio sabrían sus intimidades. Su foto circularía por ahí, su historia sería la comidilla de todos: insoportable

Piensa Paca si obtendrá la comprensión que necesita para salir indemne cuando todo se  descubra. Lo único que ha hecho es defenderse de los parroquianos que chismorrean, de las queridas, de las miradas del dermatólogo que analiza los fluidos de Manel de vez en cuando, y que se ha hecho un chalet a costa suya. No entenderán su razón para acabar con Manel, con Luis. Nadie entenderá que ella tenía que salir de aquella espiral y que ambos la estaban asfixiando. Tampoco Carme. Oh, sí, Carme… se creía estupenda porque se llevaba bien con ese novio aburrido que tiene. Carmen  y su vida perfecta de mujer equilibrada estaban pidiendo a gritos un escarmiento…

La mirada de Paca se desvía en diagonales que cortan el aire que la rodea. Nadie podía rebatirle lo que ella pensaba, nadie. Las creencias estaban adheridas a su cerebro de tal forma que las sospechas eran realidades. La realidad de Luis le pertenecía, la de Manel, también. La realidad de Luis, objetivamente, es que se retuerce en el suelo del taller sin acertar a coger el teléfono, la de Manel es que en menos de una hora, su vida cambiará. 

Sentada en una silla del despacho del garaje, mira Paca una lata de Castrol reluciente. Le gustaba el olor a aceite que dejaban las motos por la mañana, cuando los chiquillos se iban zumbando a trabajar, cuando los empleados de la mensajería bajaban al centro a repartir los sobres para las oficinas. Manel tuvo una moto y ella se le agarraba de la cintura, o le cogía con las manos, abrazándole el pecho, y poniendo su cara contra su espalda, de perfil, cerrando los ojos mientras el viento les daba en la cara; en esos momentos se sentía poco menos que una forajida. Entonces ella no llevaba casco y se colocaba con arte un pañuelo de seda en el pelo, emulando a una mujer de los cincuenta, con unas gafas que le tapaban media cara. El mecánico se revuelve ajeno a su viaje astral y exhala algo parecido a un quejido. Deja de moverse cuando Paca presiona con la zapatilla el costado del hombre, que ha decidido fingir que no respira. Se dice que si no respira se irá Paca y poco a poco recobrará las fuerzas para poder pedir auxilio, y en unas horas estará custodiado por un agente que le mirará con lástima. Antes de salir del taller Paca se siente generosa y regala a Luis una mirada de desprecio que él no pudo devolverle: donde antes tenía un ojo ahora sólo había una piltrafa sanguinolenta que hizo que Paca hiciera un respingo.
-Qué asco de hombre, qué asco, por favor...
………………….
-¿Manel Rodrigo?
-Sí…
-Le llamo de la Guardia Civil, tengo que comentarle un asunto que atañe a su mujer…

-Estoy de viaje, ¿ha pasado algo?

-Su mujer ha intentado matar a un vecino, pero por suerte para ella no lo ha conseguido. 
Está en casa, atrincherada…

-Voy. Tardaré unas horas.

Manel inicia la vuelta a casa con una sensación muy cercana a la desesperación. Le han advertido que Paca puede ser peligrosa, que no la provoque, pero a Manel le parece imposible que su mujer haya hecho lo que dicen que ha hecho. Mientras sube la escalera lentamente, un coche patrulla con las luces puestas está bajo el balcón de Paca, dejando señales en las paredes perfectas.

Al entrar al piso, Manel encuentra a Paca frente al fregadero.

-Paca, cariño...

-Ya está, ¿verdad? Llevan días tras de mí y una hora ahí abajo, esperando que me entregue por lo de Luis. Dame un momento, voy a arreglarme.

Paca no salió del baño. Manel la encontró en el suelo.
Sobre las diez de la noche del día siguiente, Paca Sellés murió, presumiblemente por intoxicación, a falta de las conclusiones del forense. Llevaba una nota en el bolsillo cuando la ingresaron. Hacía tres días del intento de asesinato de Luis.

     “Siento el bochorno que estarás pasando, Manel, no te lo mereces. Tu madre tenía razón en no fiarse de mí. Me he bebido un vaso de anticongelante. Iba a dártelo a ti, pero en el fondo creo que te quería demasiado.
Lo siento.
Paca.”

Luis sabe que  Paca está siendo humillada en la ultratumba, por estar con la cara lavada por un extraño y las entrañas abiertas y cosidas, sin su esmalte de uñas, sin su vestido a medida, ligeramente entallado, sin controlar ni el más pequeño de los detalles. Era como un animal salvaje, cazado, embalsamado y colgado en el salón con unos ojos que sólo son cuentas de cristal, y que dan más pena que otra cosa al que se acerca a mirar la leyenda que dice dónde fue abatido en  un momento de vanidad absolutamente inútil.

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