Me han
dicho que encontraron una silla de Loli en mitad de un bancal. No se sabe cómo
llegó allí, seguramente navegando, como unas cajas cuyo amarillo resalta entre
el horizonte monocolor. Las calabazas flotaron como boyas, cogidas a sus plantas.
Bajó el agua y se quedaron en el mismo sitio, sobre las hojas que parecen papel
desde lejos y que de cerca son podredumbre, como los boniatos que aún están
bajo la tierra, esperando a nadie ya. Iba a ser una gran cosecha.
Hay un
sofá en la orilla de la carretera. Blanco, parece de piel. Ahora ya da lo
mismo. Un colchón lo corona, un cajón de una mesita donde seguramente se ponía
un despertador. Debe ser violento ver tu vida amontonada en una cuneta, debe
ser desastroso no saber qué va a ocurrir, conservar la entereza y decir a los
hijos que todo va a estar bien. Debe agujerear las tripas pensar en los jornales
que se han perdido, en los que no se van a ganar. Debe ser persistente ese
boquete, como la voracidad de los mosquitos, que han recuperado este pantano
para ellos y sus pequeñas larvas, como si no hubiera pasado el tiempo. Hubo un
tiempo miserable ligado a los mosquitos, a la quinina y al barro. Hace tanto ya
que son los profesores los guardianes de esa memoria. Esos mismos profesores
advirtieron sobre la codicia y el asfalto, sobre la memoria de los cauces,
sobre esto que ya ha ocurrido.
Saldremos,
siempre se sale. Como dice Pilar, todo lo que depende del dinero se arregla antes
o después. Dentro de un tiempo veremos la
profundidad de las cicatrices, la audacia de los que mandan y la calidad de los
lazos de nuestra comunidad. Veremos si hemos sido capaces de aprender las
lecciones que nos ofrecieron estos días, cuando nos sentimos más pequeños, prácticamente nada.
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