Cuando
Manel habló a Paca de la jubilación, ella sintió que el asunto no podía
aplazarse. La perspectiva de tenerle que aguantar horas y horas le atacaba los nervios.
Hubo una vez, seguramente, aunque ella no lo recuerda, en que quiso que él
estuviera con ella a todas horas. Ya no recordaba ese viaje, en el que por unos
días fueron muy felices. Hubo un tiempo en el que ellos eran dichosos con lo
justo para vivir. Parece que hace mil años.
El
tiempo había pasado y ya no había forma de retomar aquella alegría espontánea,
aquella emoción. Decidió que iba a matar a Manel por dejar de ser aquel chico
que reía por cualquier cosa, que la cogía en volandas. De momento no pensaba
hacer nada más que maldecirle mentalmente. Tal vez fuera ese el último pensamiento ingenuo que tuvo
Paca Sellés antes de dejar que las ideas que la rondaban empezaran a tomar
cuerpo.
Sin
un plan, ni un cómplice, Paca parecía abocada a la desesperación por tener que
asumir su nueva situación de asesina amateur. Dudaba si sabría hacerlo todo
ella sola. No había en ella esa decisión que nace de la ira o la codicia
extremas, que hace coger un cuchillo, los polvos de las cucarachas o una
botella de anticongelante, ese brebaje fulminante que sugirió su mecánico, un
tipejo con las uñas grasientas y los dedos chatos a cuenta de su martillo. Luis
estaba acostumbrado a ver pasar a Paca caminando dos metros por delante de
Manel, que intentaba cogerla de la mano. Pero ella terminaba soltándose.
Pensaba Luis que Paca iba cortando amarras, desangrando su relación hasta
dejarla anémica. Una mañana que iba sola, vaya usted a saber por qué, la
iluminó:
-Unas
goticas cada día y palma seguro,
reina mora.
Paca
se revolvió, ofendida.
-¿Palmar?
Como si yo quisiera que eso pasara, qué cosas tiene usted.
El
mecánico comprobó la limpieza de sus manos y ofreció la derecha a Paca.
-Usted
es Luis. Y sí, se te ve en la cara que sin él estarías mejor.
Paca
estrechó su mano con fuerza. Era pequeña, blanda.
-Usted
se equivoca, y no quiero hablar más de esto.
-No
hará falta. Mucho me equivoco o va a salir usted
en las noticias.
Luis
arrastró el usted de forma cómica, en verdad que a Paca le pareció un usted muy
poco respetuoso.
Ese Luis es un demonio, metiéndome la cizaña
en el cuerpo con el marido, como si yo fuera una viuda negra, una asesina de El
Caso… Por un instante,
Paca no desea envenenarle con nada, no quiere matarle… no ahora. Quiere que él
se muera, que se volatilice, que se esfume. Quiere que desaparezca Manel, pero
sin hacer nada ilegal a ser posible. Tampoco se quiere divorciar, divorciarse
es farragoso. Y eso que no tiene ni canario, pero imagina ir al banco a dividir
el dinero, al notario, al abogado, y se le hace un nudo en las tripas. ¿Y quién
se quedará con el coche? Ella no lo quería, pero tampoco quería que se lo
quedara él, porque salió de su sueldo. Era un trasto que iba demasiado al
taller. Esa era otra: si seguían manteniendo el coche, de paso, también iban a
mantener al mecánico. El puñetero mecánico que lo sabe todo y todo lo habla. Y
la bicicleta. Bueno, quizá la bici era lo
menos importante, la bici era de él y él tenía que llevársela.
Adjudicado: la bici para él y el coche al desguace.
La
división de los bienes la atormentaba. En realidad no había demasiado que
dividir, apenas unas cuentas corrientes, unos títulos, un negocio que no iba
mal: no pasaba de doscientos mil euros para cada uno, porque el piso era de
Manel y de su santa madre, que aún vivía en un estado de latencia muy
inquietante, que debía que estar hecha de lo mismo que las columnas del templo
de Jerusalén, pero Manel había hecho usufructuaria a Paca, y ella podía habitar
el piso, pese a la oposición de la madre. Vaya par de dos, se dice cuando
les ve juntos. La mujer, a pesar de su edad, tenía la suficiente lucidez para
saber lo que Paca llevaba dentro, y claro, la pobre mujer sentía espanto y
rabia ante la naturalidad con la que Manel vivía con Paca, ajeno a todo. Nadie
la hubiese creído, pero si bien no podía nada contra su nuera, exteriorizaba su
aversión no pronunciando ni una palabra mientras ella estaba presente. La
guerra fría hizo de levadura en el plan criminal de Paca. Aquel piso era de la
madre y del hijo de su madre, lo que impedía una división equitativa de los
bienes inmuebles, que le correspondían a ella por haberlos mejorado
visiblemente, que aquel piso no era el mismo desde que ella entró por la puerta
y eliminó en menos de dos semanas el olor a vejez. Porque hay casas que huelen
como el líquido con el que se friega el suelo, como el perfume de la señora de
la casa, pesado, antiguo, y que a fuerza de reservarse sólo para ciertos días
se ha vuelto marrón dentro de la botella. Hay pisos que huelen como el ambientador de los armarios. Hay pisos en
los que en el papel pintado habita un niño repeinado o un cocido con repollo.
Este piso olía a polvo viejo y a ácaros. Y a Paca le costó lo suyo devolverlo a
la vida. Este piso que había cedido a Manel su madre para que viviera en él después de casarse,
tenía un lastre que Paca se esforzó en eliminar: había sido en tiempos como un
cuartel general para sortear crisis al que había acudido todo aquel familiar o
amigo que precisaba alojamiento por unos
días para tratamientos médicos, o estaba preso de la burocracia, o esperaba el
resultado de unos exámenes. De eso hacía mucho y se notaba que el aire estaba
cargado de humedad, de esporas y de sonidos lejanos y difusos. Dice Manel que
los sonidos se quedan prendidos en el aire, esperando que alguien los escuche y
se los lleve sin querer, como un polizón que se esconde en la bodega de un
barco. El maullido de un gato que tiene frío. La risa y el llanto de un niño.
Una conversación, unos gritos, un respirar mal por la noche, la tos del vecino
que fuma, la pena del que ha claudicado, el despertador que nadie se
molesta en apagar, ahogado bajo una montaña de cojines… Aquella casa olía a
fracaso, y Paca no lo soportaba. Una
semana antes de casarse entró triunfante con un par de cubos de esmalte
celeste. Con las ventanas abiertas hasta arriba el aire oxigenó aquel lugar. El
comedor fue de un verde lima ligerísimo, apenas un toque en el blanco roto de
las paredes. El dormitorio de invitados tornó en una pieza cálida, tras una
pincelada frambuesa, y el balcón, antes soso y desagradable, se convirtió en un lugar en el que poder leer
o cenar. En contra de los deseos y manías de madre e hijo el sol entró hasta
lugares en los que nunca había estado. Cambió Paca las cortinas, dejó un visillo para que
pasara la luz, un velo apenas. A través
de ellos veía atardecer. Los abría un poco para sacar parte de su cuerpo por la
ventana y respirar. Apoyada en la ventana con las manos, parecía un mascarón de
proa, así lo pensaba Luis, al ver su figura esbelta y guerrera, como una
Minerva surcando el aire de la tarde.
El
mecánico la veía salir del piso cada mañana a paso ligero. Caminaba al ritmo de
sus preocupaciones, que compartía con Carme, su vecina-amiga que la evitaba
siempre que podía, harta de su conversación sobre Manel y el desamor. Paca
buscaba justificaciones, coartadas. Paca se miraba las uñas color geranio y
suspiraba, se ponía en situación, imaginándose volviendo al piso tras el
funeral de Manel: por un instante podía sentirse dueña de su destino. Era una
aspirante a asesina que se pasaba el día tejiendo historias en su cabeza,
colosalmente peinada en el Salón Lucy,
donde una mujer como ella era comprendida y mimada como merecía.
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