sábado, 27 de octubre de 2018

Liberame, domine (3)



Paca lo tenía difícil con los testigos. Sus amigas le adoraban. Manel era callado y correcto. Era limpio. Era el que lavaba el coche los sábados.

-Yo no sé Paca lo que quieres, también nosotras estamos peor que hace diez años…

Carme la observa con preocupación y comenta a sus próximos que la ha visto rara.

-Ésta en descuidarnos va a hacer una tontería.

Manel advertía en Paca y en sus suspiros que había algo que no funcionaba, no podía hacer nada para cambiar la visión que ella tenía, solamente podía esperar que se acabara. Paca se esforzaba cada día en intentar descubrir algo nuevo en él… y nada. Le veía y no había nada repugnante en él, pero no podía dejar de pensar en  aquel bidón verde lima de nueva adquisición que estaba esperándola detrás del desatascador, debajo del fregadero, como solución a sus problemas. Manel estaba con ella desde hacía tanto que... bueno... no sería ella quien acelerara el trámite, y por un momento aislado se sintió culpable de haberle deseado la muerte y hasta sonrió con cierta beatería al sobresaltarse con uno de sus ronquidos, que despertó al autor y le hizo andar con decisión hacia el baño, donde ofreció sin querer a Paca  los sonidos de la vida cotidiana, que  se van magnificando con la merma del amor, del respeto o con el aumento del tedio. Esa era la teoría de Carme, su amiga, que desconocía cualquier aspecto de esa Paca que caminaba amolando una guadaña al compás de sus caderas, poquito a poco, poquito a poco, poquito a poco.
Una mañana, no muy lejos de la plaza, el coche empezó a chillar.  Según Luis, el mecánico que todo lo veía, era porque el cable del embrague o la correa... Conclusión: había que dejarlo un par de días.

-Saque todo a lo que le tenga cariño, dijo el mecánico.

Paca sacó del maletero el carro de la compra plegado, un par de bolsas de tela, otras tantas de rafia, unos planos, una botella de agua…

-¿Y el anticongelante? ¿Por qué no lo lleva ya en el coche?

Luis entornó sus ojillos castaños y los clavó en el rostro de Paca.

-Es usted muy mala, Paca, dijo con una sonrisa nerviosa... Se agarra usted a un clavo ardiendo, pero eso son palabras mayores. Traiga el bidón y métalo en el coche. Yo voy a estar aquí. Usted viene y abre el coche y lo deja y se queda usted tan feliz y yo más tranquilo... en casa no hace nada bueno.

-¿Y quién le dice a usted...?

Luis mueve el índice en dirección derecha –izquierda diciendo que no.

-Pero que muy mala, Paca...

La mujer se dio media vuelta, destrozada al ver que su secreto estaba vendido con aquel hombre horrible que olía a gasoil y a cerveza. Ella compró el anticongelante el día después de que Manel volviera apestando a sándalo de su última conquista. Luis sabía por qué lo tenía en casa, y coincidía con Manel cada día en el bar. Se saludaban pero no eran amigos, pero el cuñado de Luis sí era amigo de Manel… ¿Y si se lo decía? El coche estaría listo en una semana, le pagaría y no volvería a hablar con él. Nadie podría justificar el chisme, que no sería más que eso, un chisme.

Paca, sé lista, se dijo.

Por la noche, Paca se echó un perfumito en crema tras las orejas, y sucumbió a Manel cuando éste salió de la ducha, por ver si aún quedaba algo a lo que agarrarse. Pero no. Paca quería ser viuda tan pronto como fuera posible, y mientras lo pensaba quitó las sábanas de la cama, que olían aún a detergente y a after shave, a crema antiarrugas y a agua de colonia. Cualquier huella  de su debilidad debiera ser borrada. Desde que compró el anticongelante no ha vuelto a descansar bien. Las ruedas del  carro del súper sonaban como las de la camilla donde se llevarían a Manel, tieso como un bacalao, camino al patólogo. Por desear, desea Paca que a  Manel le diera un algo conduciendo y que al estrellarse lo hiciera contra un árbol grande, una platanera frondosa donde pudiera poner una placa con sus iniciales en relieve, con un ramo de flores para que los que hubieran bebido dos copas se cagaran de miedo y de mala conciencia al ver que aquel árbol olía a muerto. Pero... ¿y si con el golpe mataba a alguien? El hermano de Carme murió en una colisión frontal. Le topó una pareja que volvía de una comida de empresa. Fíjate que pudiera ser la víctima de Manel un conocido, o dejara un hijo sin padre: eso era una crueldad. Mejor que muriera él sólo, en la casa, durmiendo. Pero él solo. La idea de despertarse y tocar un brazo frío la descompone. Muerto, pero solo. Sería lo más conveniente, pero si se quedaba pajarito en su cama tendría que tirarla... Ella no podría dormir en la misma cama que un muerto. Quizá tirar el colchón sería lo mejor. Costó mucho subirlo, era más grande de lo normal. Lo mismo se negaban a bajarlo, sabiendo que Manel había palmado en él.  Conocía al hijo de Montse, él era de los que hacían las mudanzas. Lo mismo se negaba a bajarlo pensando en Manel… Una contrariedad. Tal vez por el balcón… Cree recordar un metro en el bolso.  ¡Sí!... a ver, uno veinte…

-¿Qué haces, Paca?

Paca está midiendo el balcón con un metro de papel de esos que dan en Ikea, anda apuntando en bata, contando baldosas.

-Nada, cosas mías. Voy a ver si a esto le doy un cambio…

Lo malo es que hasta que llegaran los de la casa de muebles estaría con su huella en la tela adamascada y rumbosa, por allí... Y luego estaba su ropa... se la daría a la caridad, tenía una talla muy corriente y a las monjas les vendría bien.

-Ah Manel, con lo felices que hemos sido tú y yo...

-¿Hemos sido?

La voz de Manel petrifica a Paca que no sabe en qué momento Manel la ha pillado hablando sola.

-Y somos. Y seremos.

-Carallo Paca, qué poca fe le pones al tema...

Paca le pone poca fe porque ya le ve muerto y no entiende qué pinta por allí, con la de cosas que hay que hacer en el inframundo. Porque Manel iría al inframundo apestando a domingo y a cigarrito rubio. Manel era un dominguero encorbatado que ya no la ponía nada, salvo cuando le bajaba la cremallera por sorpresa, y él era un perfecto seductor y ella, aún con las medias retorcidas, era una hembra arrebatadora que iba a despeinarse mucho mucho y se lo iba a perdonar todo, todo, todo...

Paca se despereza con una sonrisa, está cansada. Sobre la cama encuentra una nota:
“Estás hecha una fiera. No te vistas, que vengo ya”
Paca sonríe y piensa en el anticongelante. Lo va a tirar poco a poco. Hoy un chorrito, mañana otro. Quizá si lo tira de golpe agujerea una cañería, vaya usted a saber, así que se levanta y lo destapa lejos de su cara, echando un poquito por el lavadero.
Y agua.
Y no pasa nada.
Así que echa un poco más, y otro poco, y el perro ártico de la etiqueta ya no la mira con los ojos encendidos, sino que es un guardián amigable y noble.

-Qué descanso- se dice Paca-, con la conciencia casi tranquila.

Luego tirará el bidón que ya ha vaciado y todo será un anécdota, y podrá mirar al mecánico como si nada y podrá mandarlo a paseo cuando le diga que sus tobillos están diciendo “cómeme”, aunque la dentadura del mecánico, blanca y perfecta quizá muerda con arte y delicadeza y tal vez no haya nada repulsivo en que le lama las pantorrillas como está haciendo ahora mismo ese hombre a esa mujer en este canal de la tele...

-Dios mío... ¿quién ha contratado esto?

Manel contrató unos canales con una oferta de la televisión por cable de una empresa local. Por cincuenta euros, fijo, móvil, Internet y veinte canales, entre ellos el del hombre que lamía pantorrillas. A Paca nunca le habían hecho eso y mira que ella tenía unas pantorrillas bien visibles y en perfecto estado de revista, pero nada.

-Resulta, Paca, Paquita, que para eso sirven las pantorrillas, para eso las subes a unos tacones.

Cuando Paca habla con ella misma todo aparece nítido. Pero claro, quién se levantaba un día y decía “oye, que he pensado que me apetece que me lamas las pantorrillas”. Manel se mondaría de risa y acabaría todo como siempre y sin posibilidad de enmienda. Ella estaba demasiado mayor para hacer esas cosas, quizá si comenzase de nuevo podría tener otra cara, hablar de otra manera, comer otras cosas y también, exigir que la lamieran.  Al ser otra podría ser como ella siempre había querido ser. No como esperaban que fuese, como esperaban los que la rodeaban, como exigían los que la querían. Quizá si Manel no fuera Manel y fuera un desconocido... Si ella fuera por la calle y alguien la abordara con gracia, quizá si ella estuviera dispuesta a reírse de ella misma...
Pero para eso hay que estar soltera.

O viuda.


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