Paca lo
tenía difícil con los testigos. Sus amigas le adoraban. Manel era callado y
correcto. Era limpio. Era el que lavaba el coche los sábados.
-Yo
no sé Paca lo que quieres, también nosotras estamos peor que hace diez años…
Carme
la observa con preocupación y comenta a sus próximos que la ha visto rara.
-Ésta en descuidarnos va a hacer una tontería.
Manel
advertía en Paca y en sus suspiros que había algo que no funcionaba, no podía
hacer nada para cambiar la visión que ella tenía, solamente podía esperar que
se acabara. Paca se esforzaba cada día en intentar descubrir algo nuevo en él…
y nada. Le veía y no había nada repugnante en él, pero no podía dejar de pensar
en aquel bidón verde lima de nueva
adquisición que estaba esperándola detrás del desatascador, debajo del
fregadero, como solución a sus problemas. Manel estaba con ella desde hacía
tanto que... bueno... no sería ella quien acelerara el trámite, y por un
momento aislado se sintió culpable de haberle deseado la muerte y hasta sonrió
con cierta beatería al sobresaltarse con uno de sus ronquidos, que despertó al
autor y le hizo andar con decisión hacia el baño, donde ofreció sin querer a
Paca los sonidos de la vida cotidiana,
que se van magnificando con la merma del
amor, del respeto o con el aumento del tedio. Esa era la teoría de Carme, su
amiga, que desconocía cualquier aspecto de esa Paca que caminaba amolando una
guadaña al compás de sus caderas, poquito a poco, poquito a poco, poquito a
poco.
Una
mañana, no muy lejos de la plaza, el coche empezó a chillar. Según Luis, el mecánico que todo lo veía, era
porque el cable del embrague o la correa... Conclusión: había que dejarlo un
par de días.
-Saque
todo a lo que le tenga cariño, dijo el mecánico.
Paca
sacó del maletero el carro de la compra plegado, un par de bolsas de tela,
otras tantas de rafia, unos planos, una botella de agua…
-¿Y
el anticongelante? ¿Por qué no lo lleva ya en el coche?
Luis
entornó sus ojillos castaños y los clavó en el rostro de Paca.
-Es
usted muy mala, Paca, dijo con una sonrisa nerviosa... Se agarra usted a un
clavo ardiendo, pero eso son palabras mayores. Traiga el bidón y métalo en el
coche. Yo voy a estar aquí. Usted viene y abre el coche y lo deja y se queda
usted tan feliz y yo más tranquilo... en casa no hace nada bueno.
-¿Y
quién le dice a usted...?
Luis
mueve el índice en dirección derecha –izquierda diciendo que no.
-Pero
que muy mala, Paca...
La
mujer se dio media vuelta, destrozada al ver que su secreto estaba vendido con
aquel hombre horrible que olía a gasoil y a cerveza. Ella compró el
anticongelante el día después de que Manel volviera apestando a sándalo de su
última conquista. Luis sabía por qué lo tenía en casa, y coincidía con Manel
cada día en el bar. Se saludaban pero no eran amigos, pero el cuñado de Luis sí
era amigo de Manel… ¿Y si se lo decía? El coche estaría listo en una semana, le
pagaría y no volvería a hablar con él. Nadie podría justificar el chisme, que
no sería más que eso, un chisme.
Paca,
sé lista, se dijo.
Por
la noche, Paca se echó un perfumito en crema tras las orejas, y sucumbió a
Manel cuando éste salió de la ducha, por ver si aún quedaba algo a lo que
agarrarse. Pero no. Paca quería ser viuda tan pronto como fuera posible, y
mientras lo pensaba quitó las sábanas de la cama, que olían aún a detergente y
a after shave, a crema antiarrugas y a agua de colonia. Cualquier huella de su debilidad debiera ser borrada. Desde que
compró el anticongelante no ha vuelto a descansar bien. Las ruedas del carro del súper sonaban como las de la
camilla donde se llevarían a Manel, tieso como un bacalao, camino al patólogo. Por
desear, desea Paca que a Manel le diera
un algo conduciendo y que al estrellarse lo hiciera contra un árbol grande, una
platanera frondosa donde pudiera poner una placa con sus iniciales en relieve,
con un ramo de flores para que los que hubieran bebido dos copas se cagaran de
miedo y de mala conciencia al ver que aquel árbol olía a muerto. Pero... ¿y si
con el golpe mataba a alguien? El hermano de Carme murió en una colisión
frontal. Le topó una pareja que volvía de una comida de empresa.
Fíjate que pudiera ser la víctima de Manel un conocido, o dejara un hijo sin
padre: eso era una crueldad. Mejor que muriera él sólo, en la casa, durmiendo.
Pero él solo. La idea de despertarse y tocar un brazo frío la descompone.
Muerto, pero solo. Sería lo más conveniente, pero si se quedaba pajarito en su
cama tendría que tirarla... Ella no podría dormir en la misma cama que un
muerto. Quizá tirar el colchón sería lo mejor. Costó mucho subirlo, era más
grande de lo normal. Lo mismo se negaban a bajarlo, sabiendo que Manel había
palmado en él. Conocía al hijo de
Montse, él era de los que hacían las mudanzas. Lo mismo se negaba a bajarlo
pensando en Manel… Una contrariedad. Tal vez por el balcón… Cree recordar un
metro en el bolso. ¡Sí!... a ver, uno
veinte…
-¿Qué
haces, Paca?
Paca
está midiendo el balcón con un metro de papel de esos que dan en Ikea, anda
apuntando en bata, contando baldosas.
-Nada,
cosas mías. Voy a ver si a esto le doy un cambio…
Lo
malo es que hasta que llegaran los de la casa de muebles estaría con su huella
en la tela adamascada y rumbosa, por allí... Y luego estaba su ropa... se la
daría a la caridad, tenía una talla muy corriente y a las monjas les vendría
bien.
-Ah
Manel, con lo felices que hemos sido tú y yo...
-¿Hemos
sido?
La
voz de Manel petrifica a Paca que no sabe en qué momento Manel la ha pillado
hablando sola.
-Y
somos. Y seremos.
-Carallo
Paca, qué poca fe le pones al tema...
Paca
le pone poca fe porque ya le ve muerto y no entiende qué pinta por allí, con la
de cosas que hay que hacer en el inframundo. Porque Manel iría al inframundo
apestando a domingo y a cigarrito rubio. Manel era un dominguero encorbatado que
ya no la ponía nada, salvo cuando le bajaba la cremallera por sorpresa, y él
era un perfecto seductor y ella, aún con las medias retorcidas, era una hembra
arrebatadora que iba a despeinarse mucho mucho y se lo iba a perdonar todo,
todo, todo...
Paca
se despereza con una sonrisa, está cansada. Sobre la cama encuentra una nota:
“Estás
hecha una fiera. No te vistas, que vengo ya”
Paca
sonríe y piensa en el anticongelante. Lo va a tirar poco a poco. Hoy un
chorrito, mañana otro. Quizá si lo tira de golpe agujerea una cañería, vaya
usted a saber, así que se levanta y lo destapa lejos de su cara, echando un
poquito por el lavadero.
Y
agua.
Y no
pasa nada.
Así
que echa un poco más, y otro poco, y el perro ártico de la etiqueta ya no la
mira con los ojos encendidos, sino que es un guardián amigable y noble.
-Qué
descanso- se dice Paca-, con la conciencia casi tranquila.
Luego
tirará el bidón que ya ha vaciado y todo será un anécdota, y podrá mirar al
mecánico como si nada y podrá mandarlo a paseo cuando le diga que sus tobillos
están diciendo “cómeme”, aunque la dentadura del mecánico, blanca y perfecta
quizá muerda con arte y delicadeza y tal vez no haya nada repulsivo en que le
lama las pantorrillas como está haciendo ahora mismo ese hombre a esa mujer en
este canal de la tele...
-Dios
mío... ¿quién ha contratado esto?
Manel
contrató unos canales con una oferta de la televisión por cable de una empresa
local. Por cincuenta euros, fijo, móvil, Internet y veinte canales, entre ellos
el del hombre que lamía pantorrillas. A Paca nunca le habían hecho eso y mira
que ella tenía unas pantorrillas bien visibles y en perfecto estado de revista,
pero nada.
-Resulta,
Paca, Paquita, que para eso sirven las pantorrillas, para eso las subes a unos
tacones.
Cuando
Paca habla con ella misma todo aparece nítido. Pero claro, quién se levantaba
un día y decía “oye, que he pensado que me apetece que me lamas las pantorrillas”.
Manel se mondaría de risa y acabaría todo como siempre y sin posibilidad de
enmienda. Ella estaba demasiado mayor para hacer esas cosas, quizá si comenzase
de nuevo podría tener otra cara, hablar de otra manera, comer otras cosas y
también, exigir que la lamieran. Al ser
otra podría ser como ella siempre había querido ser. No como esperaban que
fuese, como esperaban los que la rodeaban, como exigían los que la querían.
Quizá si Manel no fuera Manel y fuera un desconocido... Si ella fuera por la
calle y alguien la abordara con gracia, quizá si ella estuviera dispuesta a
reírse de ella misma...
Pero
para eso hay que estar soltera.
O
viuda.
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