Manel
no se levantó a la hora de siempre por la mañana, y eso que él era muy puntual.
Cuando lo hizo se tomó su tiempo y se quedó mirando a Paca con tranquilidad,
como pensando en otra cosa.
-Llegas
tarde, -apuntó Paca.
Iba
vestido para salir a caminar un rato: ni traje, ni corbata, ni zapatos.
-Me
voy a despedir, Paca. Me voy a despedir y a estar más tiempo contigo. Vamos a
recuperar el tiempo perdido, Paquita, a ser felices… yo te recojo del trabajo,
yo te llevo de compras… yo soy tu sombra, Paca… Que yo sé que he hecho muchas
tonterías y tú eres muy buena, Paca, y ya es hora que te recompense.
Manel
abraza a Paca, la besa, la achucha. Paca se ha quedado con una expresión
estuporosa. Liberame, domine… ¿Pero qué le ha dado a este hombre, con los
cuernos que me ha puesto? No puede ser,
esto no me está pasando.
-¿Y
el dinero, y la cotización?
El
dinerillo siempre había sido importante para Paca, el dinero del seguro de vida
de Manel, el dinero que no quería repartir en caso de óbito con su santa madre,
el dinero que se iba a ahorrar si él se muriera ahora mismo…
-Me
han ofrecido una prejubilación y con eso y lo que tenemos ahorrado vamos a
vivir como Dios, Paca, estoy muy contento, la verdad… Yo a por el pan, yo bajo
a caminar, yo a llevarte los sábados al cine, yo…
Paca
ha desconectado. Notó que su cerebro estallaba como un melón en un experimento
escolar.
Siempre
pensó que él no llegaría a jubilarse, que le llamaría Peláez para decirle que
le pudo el corazón, después de años de vermús y queridas. Le fascina esa escena luctuosa: ella delante del
cristal del tanatorio, con la mirada perdida, viendo en el reflejo de la luna a
la gente que estaba acompañándola en el trance, plantada allí, regia, con un
bolso de mano. La gente
diría: “Paca está perfecta”, “Paca parece que lo sabía” y ella llevaría el pelo
recién tintado y las uñas perfectas, de un color coral irisado y brillante, ni muy chillón ni muy
pálido, un color saludable y clásico que resaltara esa juventud que escapaba
por las mañanas y que ella rescataba en unos minutos a fuerza de oficio en un
mar de brochas y potingues. Apenas había envejecido en diez años de matrimonio,
así lo cree ella fielmente. En verdad al maquillarse conseguía un resultado
magnífico, y casi era imposible distinguir a Paca Sellés en el antes y el después. Pocas
veces Manel la observaba mientras entraba y salía del baño, pero cuando lo
hacía, al comprobar la transformación,
algo se estremecía en él. En Paca había algo inconfesablemente tétrico que le
salía por los poros matizados con polvos compactos nº 12, tono arena,
esparcidos con una borla grande y suave. Paca se veía como una viuda bastante
atractiva, como las que proliferaban en los westerns de bajo presupuesto,
aquellas viudas que no eran de pistoleros sino de ancianos a los que habían
cambiado la juventud por una tierra llena de vacas y tumbas. Ella sería la
viuda de un señor mayor: Manel era joven aún para abandonar este mundo de
dolor, y al mismo tiempo, muy viejo. Ella le veía muy gastado, así que su
muerte debía ser algo natural e inminente. Tenía pensada su vida sin él, y le
gustaba, la verdad. Su vida después de Manel era ordenada y precisa. Su vida de
viuda sería boyante y cuadriculada, predecible y relajante, envidiada y
merecida. En Paca existía una prisa inconfesable por dejar de ver a Manel, que
era un amor de hombre, según sus amigas, que no conocían al Manel faldero y
manirroto que debía morir ya por el bien de todos. A veces daba la impresión de
que eso no iba a ocurrir nunca. Se
despertaba por la noche y él estaba allí, sorprendentemente vivo. Roncaba
ostentosamente, como diciendo aquí estoy
yo. Y Paca le clavaba el codo en las costillas, interrumpiendo el
concierto, fingiendo un sueño profundo.
(Continuará)
"La vida que te espera"
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