Mi abuela siempre decía que la posguerra fue peor que la
guerra. De todo lo malo que contaba, lo único que la hacía torcer el gesto era
describir esa estampa de mis tías hambrientas, y ella dándoles unas monedas
para que se fueran a comprar altramuces porque no había para comer. Entretenimiento, lo llamaba ella. Las
acostaba en la siesta y les lavaba la ropa. La única ropa que tenían. Que el trabajo valiera menos que un pan, que trabajaran todos los de una casa para una cofa de patatas. Cada cual tiene su capital sentimental y este es el mío.
Mis tías fueron a servir. Una de ellas tenía que permanecer
de pie, firme mientras la familia de los señores comía. Siempre vigilada. El servicio sólo quiere medrar, ya saben ustedes, que este año es año Galdós, y Galdós nunca pasa de moda. Mi tía es preciosa y
alegre aún, con más de ochenta años, pero jura cuando gente como Ayuso da
lecciones de cómo se ha de vivir. Sin leer a Naomi Klein tiene muy claro que el shock es esto.
Llegué a conocer
un hombre que pasaba los domingos con una lata a por restos de comida. Coletazos de la pax romana. Me quisieron convencer de
que no era lo que parecía. Sólo le vi una vez, pero es una imagen que me hiere,
porque entre nosotros que éramos pobres, y aquel hombre, había un abismo. Hay
abismos entre todos los escalones de la miseria, eso se aprende pronto, y se
reconoce el pelo deslucido de un niño que come mal, ese mate en la piel, ese
carecer de todo, y empiezas a darte cuenta que a tu lado hay mucha naturaleza muerta. Sin ir más lejos, de chica, frecuentaba una tienda que venía la mitad del
cuarto de azúcar. 125 gramos. Fiado. ¿Han conocido la libreta de fiar? Había un hombre que
se compraba una lata de atún para pasar el día. Cada día. Su familia ya era
pobre hacía seis apellidos. Ahí aprendí que la pobreza se hereda como el color de la piel. Yo me llevaba fideos a granel, cabello de ángel, y
chocolate Plus Ultra. Y era hasta feliz en la ignorancia.
Ocurre que una crece y se estropea. Tuve una amiga en el colegio que llevaba zapatillas de
verano en invierno. Entonces se congelaban los charcos y ella venía de la
huerta con la nariz rojísima, siempre contenta. Tenía la letra redonda y los
ojos vivos. No pudo estudiar a pesar de ser de sobresaliente. Nadie luchó por
ella, porque no era nadie. En realidad los niños de los pobres son los pobres, sin más. La infancia
es una categoría que se pierde en las carestías, y que empalaga en momentos
como ahora, con tanto lazo y vídeo grabado (PADRES: ya está bien de colgar imágenes
de vuestros hijos), con tanto niño hablando razonablemente desde una casa equipada
y tranquila. Los niños pobres para la administración de Ayuso son una
prolongación de sus padres. Son una clase de gente a la que se trata de una
determinada forma, que es exactamente la contraria que te gustaría para los
tuyos. Pizzas, refrescos y fast food para una generación que de seguir así puede devenir en obesa, diabética y con una relación
disfuncional con la comida. En esto y en dar las llaves del cajón a un pirado vamos
un paso detrás de Trump. En EEUU ya hace tiempo que alarman las cifras de
diabetes y enfermedad cardiovascular ligadas a poblaciones vulnerables. Al fin
y al cabo para los neocon más fundamentalistas el pobre lo es por flojo, o sea,
que merece el lugar que ocupa. Por ende Ayuso está donde está por la brillantez
de su discurso, que viene a ser que la dieta que se impone a los niños más desfavorecidos es razonable. Brillante no es, la verdad, pero
sí útil. El que tiene que elegir entre que el hijo coma o no coma tiene pocas
posibilidades de rebelarse, y ella lo sabe, porque en ese mundo feroz de los
míos y los tuyos, ajeno a cualquier sentimiento fraterno, hay quien no puede
hacer una apuesta para no depender nada del sistema.
En el atrezzo de la caridad se nos ha colado un menú que hace que se rompa el corazón literalmente.
Como Van Gogh prefiero comer pan duro y café, pero amigo, un hijo es otra cosa.
Como dice nuestra víbora favorita, Hellen Lovejoy, “¿es que nadie va a pensar en
los niños?” Ya verán cómo esta frase se convierte en el nuevo comodín. Ayuso la
desliza. Mejor comer pizza que nada, como en Venezuela, nos suelta desde el
atril con el cuajo que da tener salmón fresco para los críos. Y salvaje, a ser
posible, que ser del morro fino
tiene su proceso. Es un aprendizaje que empieza en un concertado y termina en
un parlamento, aunque sea haciendo el ridículo. Todo sea por la cucaña del
partido y la puerta giratoria, que llegará.
Mala suerte, Ayuso: Paradores ya
está cogido.