Las
manos de la niña son manitas de trapo, manitas hinchadas, manitas llenas de
colores extraños. La piel de la niña rota atormenta al doctor que la vio
primero, y que dijo que no estaba bien aquello, y que se retorció en la cama,
en la silla, delante de la máquina del café.
-Voy
a denunciar
-Tú
sabrás.
-
¿Pero tú has visto?
-Yo
no quiero saber nada.
Las
manos de la niña rota mesaban el cabello del doctor mientras la examinaba. ¿Qué
tomaban esas manos pequeñas? Imagina el doctor las manos, impulsando hacia
arriba un globo, como él cuando era así de pequeño, aunque él nunca lo fue
tanto, porque siempre le hicieron grande a fuerza del abrazo prieto, de la
mirada limpia.
-Pero
debemos denunciar, y si no quieres, lo haré yo.
-Pero
de mi no digas nada…
Oiga,
señor, le diría la niña pequeña, si le pudiera pedir ayuda. Oiga, señor, me
están matando un poco cada día, ¿me oye usted, señor? Te oigo, pero no te
escucho, estoy preocupado por la letra del coche, por salir a cenar con el
coordinador, por el ascenso prometido, no me vienes bien ahora, muriéndote tan
temprano, antes de que lleguen otros que te vean antes que yo, y que se arranquen
a ser buenos ciudadanos, sin obligarme a mi…
Oiga,
señor, que me duele mucho, pudiera estar diciéndole, que me han hecho daño, que
me han tocado, que no quiero cerrar los ojos… Me taparé las orejas, se dice el
doctor, y la voz se debilitará poco a poco, y ya no la escucharé, porque no
está aquí y yo soy una persona adulta, y no puedo ser esclavo de estas cosas,
porque yo fui a denunciar, que sí que fui, una vez, y me escucharon, y hablaron
de la maquinaria, pero la maquinaria nos aplastó a los dos, que parecía que
todo cesaría muy pronto y cesó muy tarde, tan tarde, casi demasiado tarde.
-Tú
tendrías que ser asistente social.
A
veces no contesto cuando me hablan, dicen que soy despistado, pero lo que hago
es ignorarles porque me repugnan y sólo contesto para mí.
Yo
tendría que ser lo que soy, un médico que ve muchas cosas.
-¿Pero
tú estás bien?
-El
otro día vino una mujer que dice que le duele todo, y que engorda, y que no
puede con la jaqueca. El marido no la escucha, los hijos la sobrepasan. Está
mala de infelicidad, pero no se plantea cambiar esa vida venenosa que la
enferma, porque si lo hace ya no sabrá vivir, porque está en una dinámica que
la ha absorbido hasta no dejar nada de la que fue. Y le he dado unas pastillas,
y se ha ido conforme, porque no quiere ser otra persona, sólo quiere que no le
duela, y eso es casi imposible sin variar las condiciones.
-¿Y
se lo has dicho así?
-No,
sólo le he puesto la mano en el hombro y le he dado la receta.
Vaya
par de cobardes hemos sido, ella y yo, yo y ella. Yo no quería que ella me
dijera que estaba pensando en suicidarse, porque si me lo hubiera dicho, yo la
hubiera mandado al hospital, y ella no hubiera ido, y el marido hubiera venido
a buscarme, o el hijo me hubiera rajado las ruedas. Yo soy temeroso de Dios y
de esta gentuza que coge a una mujer buena y la convierte en una enferma, pendiente
del desprecio diario, que es mejor que la indiferencia, lo he visto mucho.
Entran a la consulta delante de ellas, vigilan lo que dicen, minimizan
cualquier cosa. Así no se puede, así no. Pero la última vez que le dije que se
saliera ella estuvo peor. A saber lo que le dijo en casa. A saber lo que le
hizo. No, no quiero cargar con eso.
-Pero
sí has informado…
-Sí,
y ha venido el marido a buscarme y me ha dicho que me va a partir el alma. Y
ella no le ha dejado, porque no tiene dinero, porque no tiene dónde ir, porque
no sabe que es capaz de vivir sin él y que sin él la vida será mejor. Y ahora
lo de la cría.
-Que
no me lo cuentes…
El
doctor tiene pesadillas despierto, mientras hace que se encojan las hojas de
una mimosa que le ha traído una paciente.
-Somos
como la planta, peores que la planta.
Cuando
todo pasa, el doctor tampoco puede dormir, pero no se siente culpable, porque
la niña está lejos y la mujer se ha
largado, según la vecina que sólo quiere algo fuerte para lo suyo, que son muchos años en el mundo. El mundo
se ha hecho grande para la mujer, y tiene un sitio para ella. La imagina abriendo
sus hojas, como la planta, tranquila, al fin, y a la niña rozándolas para ver
cómo se estremece poco a poco…
El
doctor ve la vida desde una nueva perspectiva. Con la cara aplastada contra el
escritorio, sólo piensa en sus huesos esponjoso, convertidos en saco de nueces.
No
ve apenas nada, porque le cae sangre sobre el ojo, tiene un sabor extraño en la
boca y todo son gritos que le aturden.
-¡Reduzcan
a ese hombre!
No
sabe si ha sido marido, padre o hijo, pero cree haber distinguido, antes del
golpe contra la tabla de la mesa, una advertencia que ya ha escuchado, una
advertencia o un insulto, que no tiene huevos, que lo denuncie si es hombre,
que le diga a él que no tiene derecho, que es su (mujer, hija, madre, hermana)
y a él nadie le dice lo que hacer en su casa… Sí, es el saco de nueces, y eso
es muy malo, y no sabe quién se lo ha hecho porque puede ser cualquiera de esos
hombres que le consideran el soplón.
-Y
ahora, cuidado con el cuello…
-Si
yo le dije que le iban a partir la cara, y mira, sí que se la han partido…
-Vaya
comentario más chungo…
-Chungo
el animal este que ha venido, que ya se lo había dicho yo, que a esta gente hay
que dejarla a su aire, que te arruina la vida…